A Zulú, el jornalero de jardines barriales que conozco, me resisto a veces a considerarlo un terrícola. A nadie que vaya por el mundo con tantas situaciones transitorias como él, se le podría atribuir verazmente la condición de residente en la Tierra. A lo sumo una visa B1-B2 con absoluto impedimento de permanencia. Las puertas de la Seguridad Social le están cerradas.
No es empleado de nadie y buena parte de la remuneración por su laxa acción laboral es en especie. Desyerbar para luego toparse en grande con un sancocho aportado por alguna ama de casa y recibir de herencia además dos chacabanas que la susodicha señora no quiere ver más en la casa, es una forma de ganarse la vida sin incidir en la economía nacional, ni en los impuestos ni en el comercio. Es difícil adivinar en qué lugar del país Zulú se va a desayunar sin costo alguno. Si ayudó al abogado de la esquina a cambiar temprano un neumático, culminará su obra frente a dos huevos fritos con mangú por cuenta del automovilista auxiliado. Ya hacia el medio día, una labor de poda en los predios de doña Tomasa derivará en un beneficio adicional a la modesta paga en efectivo.
Es una señora que todavía sigue cocinando para que sobre, y un tipo servicial y anecdótico como él siempre se hace digno de una invitación a la mesa del patio. En días sucesivos, sus magníficas relaciones humanas le depararán otros sazones generosos. Me ha dicho que no ha tenido tiempo para sacar un duplicado de la nueva cédula y que le sería difícil decir dónde queda su domicilio, como si el lugar exacto cambiara por efecto de las corrientes del río o del beneficio extra de mudarlo con frecuencia al margen de toda titulación. Temo que el día que Zulú logre ser un habitante regular de esta viña del Señor será demasiado tarde para que se refleje en algún censo de seres vivos.