La ocultación o la ausencia súbita e impropia, serán siempre muy noticiosas aunque esta es una sociedad acostumbrada a alimentar sus emociones con el impacto de hechos fuertes seguidos de la evasión de los protagonistas. El delito asecha, y golpea, llenándonos de miedo. Pero queda claro que sus autores constituyen una realidad aun escurriéndose con frecuencia.
De cualquier esquina escapan unos tras su fechoría; pero al poco tiempo nos enteramos de otros sucesos verídicos similares, tal vez a cargo de los mismos malandrines. De vez en cuando el apresamiento de perpetradores los vuelve tangibles; primero en la cárcel y en breve tiempo en las calles otra vez por coerciones judiciales mal administradas. En este país medianamente real se habla de que las cárceles rebasan capacidad de alojamiento, que ya no cabría ni un mandado; pero como al mismo tiempo se concede fácilmente la libertad, habría que preguntarse a qué se debe el generalizado y espontáneo surgimiento de delincuentes, numerosos tanto entre las rejas como fuera de ellas.
Tiempos ha que los mayores contaban la historieta de que alguna vez a las puertas del manicomio existió un letrero que rezaba: no son todos los que están, ni están todos los que son. A nuestro modo de ver se trataba de una forma de atribuir carácter indiscriminado a la locura para consuelo de los locos e incertidumbre de los cuerdos. ¿Estamos en camino de tener que colocar un mensaje similar, ahora a la entrada de las cárceles? Si la frontera entre la libertad y su privación va a seguir siendo tan imprecisa, estamos condenados a la fuerte impresión de que da lo mismo adentro que afuera, atrás que en la espalda.