Los encantadores de serpientes se dividen en dos grupos: Simples y Compuestos. Los de flauta, cesta y ofidio de mercado pertenecen a la primera categoría. Los otros, los que hilan fino con palabras en vez de con notas musicales, vienen al mundo a hablarles a los humanos considerados comúnmente los seres superiores de la escala zoológica. A los tipos de esta especie hay que embrollarlos con conceptos aunque se recurra a la abstracción y a las acomodaciones (¿Y quién sería el mejor en ese renglón?). El seductor verbal suele ser loco con la altisonancia. Sabe que una hipérbole con manoteos puede resultar más convincente que los hechos. Y que al manejar un conjunto de índices y cifras solo debe resaltarse aquello que conviene a los fines de una comparecencia. El locuaz de solemnidad suele ser efectivo en la colocación de castillos en el aire interpretando estadísticas con más éxito que el Banco Central.
Otro recurso del encantador es construir panoramas halagadores a partir de retazos extraídos de realidades dispersas. Trataría de convencer a su auditorio de que mañana el sol saldrá por el Oeste, lo cual no sería difícil de imaginarse como posible en un país en el que hay que estar curado de espantos. Los oradores de pico de oro de nuestra modernidad apelan también a las enunciaciones paralelas que se contradicen. En una parte de su discurso proclamaría que el día está claro y más adelante afirmará que va a llover a cántaros para que entonces sea el oyente el que escoja con cuál verdad se queda. Y si no hablé con precisión, profesor, excúseme de nuevo.