LA COLUMNA DE HORACIO

LA COLUMNA DE HORACIO

Como somos un país sin tradición bélica ni estamos en la inminencia de una confrontación como la del Yom Kipur o la invasión a Kwait, el  hasta ahora usual reparto del rango de general ha servido  mayormente al propósito oportunista   de inflar egos con galones o asignar  licencias de pato macho.

El típico general de nuestros tiempos  no va a  batallas. Muere de viejo sin oler la pólvora y después de haber pasado por  un escaso y circunstancial manejo de unos soldados que ya no pueden pasar de dar pescozones, a muchos de los cuales se les deja engordar demasiado y perder el paso en los desfiles del 27 de febrero. La proporción aquí entre el número de  oficiales altos y medianos  y el número   de subalternos hace tiempo que se pasó de absurda y frustratoria en términos logísticos. El día que estallara una guerra habría más gente para mandar que gente para cumplir órdenes y batirse.

Ha ocurrido como si los jefes supremos de la nación supusieran que nunca van a necesitar un ejército de alta calidad. Basta con que sirva para meter un poco de miedo de vez en cuando y para recibir favores y ascensos que se traducen  en pleitesías y lealtades incondicionales  al Poder. De ahí que resulte excesiva la disponibilidad  de personal para la protección de envanecidos jerarcas del oficialismo, esos que a veces causan la impresión de que el Presidente se mueve demasiado por la ciudad  provocando despliegues de escoltas numerosas y la paralización del tránsito. De repente cree el transeúnte que se va a encontrar con la cara de Leonel a través de la ventanilla de su  vehículo oficial  y resulta que en la mayoría de los casos se trata de  unos personajes del Partido, de menor categoría.

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