Si un jefe del tren administrativo está al mismo tiempo activo y comprometido con una función partidaria no se podría suponer por eso, en atención a las parábolas, que anda dedicado a servir a dos señores. Las maquinarias políticas no aceptan eso.
Su indefectible combustible es la lealtad de los individuos que esas mismas maquinarias colocan en las alturas de los ejercicios después de muchos discursos y maledicencias, reuniones con las bases, turbamultas, bandereos, promesas e incumplimientos.
Que salga Diógenes con su linterna a buscar en ámbitos públicos un alma, siquiera, que no sea capaz de sustraerse a pruritos éticos para serle fiel al imperativo de permanecer en las mieles del poder mientras el cuerpo aguante.
Lo de cuerpo alude al Estado, no a la anatomía invencible de quienes comen de él. Habría que anotarle otro fracaso al cínico griego porque con los cínicos criollos no hay quien pueda.
Además es una solemne tontería suponer que pueda surgir dicotomía a causa de algún dilema entre el cerebro y el estómago, parte del organismo donde más se siente, conjuntamente con la cartera, la necesidad de mandar.
Se sabe ya quién impondría su hegemonía cuando uno de ellos pretenda tender hacia el cumplimiento del deber y el otro hacia las conveniencias personales y la abundancia material.
Lo usual es que se imponga la razón del partido; no la del Estado y sus mil veces pisoteada teoría de la neutralidad y sus supuestas obligaciones hacia mansos y cimarrones. Cuando el erario es parte del arsenal de un proyecto, el adversario tiene que saber que va a pelear desde abajo. Así de desigual sería el combate.