Uno de los supuestos beneficios de la incipiente democracia -condición insuficiente en que permanece desde 1961- es que los pobres no tienen restricciones para asentarse en cualquier lugar urbano, aún cuando la elección vaya en contra de su seguridad.
En círculos de prensa se habla hoy de la brecha o abismo entre ricos y pobres, como si se tratara de una metáfora; pero basta una mirada a los bordes de alguna inmunda cañada de la Ciudad Primada para convencerse de que aquí, efectivamente, la civilización todavía está en sus comienzos. Apenas se ha puesto los calzoncillos en los sitios más densamente poblados.
Ahí esta la Ceiba de Colón recordando el lugar en que los conquistadores amarraban sus naos. Pues no lejos de allí, un poco más arriba de la desembocadura del Ozama, la evangelización evocadora del Jordán todavía no ha sacado al pueblo de las aguas.
El remojado de los desamparados no termina, con el inconveniente de que una intensa contaminación quita a la corriente toda posibilidad de lavar, pecados o lo que sea, originales o copias.
Al menos las de Ozoria fueron unas devastaciones mejor organizadas. Simplemente forzaron a la gente a crear nuevas ciudades acercándose a la capital, pero sin tocarla. Sin restarle brillantez a la calle de las Damas.
Desde el siglo pasado para acá al campesino no tuvieron que quemarles sus posesiones en los hábitats rurales post coloniales para que vinieran a crear cinturones de miseria y poblara hondonadas situadas en la misma trayectoria de las crecidas y de los derrumbes que sufren los suelos saturados. Antes que Fay llegara, ya el desastre social de las inequidades había hecho su trabajo.