No hace falta mirar las cotizaciones en la prensa ni los letreros de las gasolineras para saber que el crudo sigue subiendo. El último comportamiento del mercado me lo transmitió el pintor con que traté de ponerle un colorcito a las paredes del patio. El costo de su mano de obra era como para convertirme en su ángel salvador de todos los efectos inflacionarios que los jeques árabes derraman sobre América.
Por lo demás, no seguiré haciéndole bromas a Magnolia, la ilusionada chica del vecindario, muy casadera por efecto del almanaque, y cuyo novio es un posponedor impenitente. Se cayó la suposición de que la boda sería en noviembre o en navidad, y mayo se ha ido sin que la cosa cuajara. Eso es lo malo de entregarle el corazón a tipos alarmistas que pregonan nerviosamente que cuando el barril de petróleo llegue a 200 dólares tendremos que comernos los unos a los otros.
Durante la última feria del libro tuve que dar cuatro vueltas a la sede en busca de un lugar para estacionarme. Con el consumo enorme de carburante en que incurrí, y el elevado precio que un librero me impuso por tres libros de cocina, me convencí de que el llamado oro negro está detrás de todas las vicisitudes del presente, unas veces porque en verdad agrava los hechos, y otras porque sirve de pretexto para encarecer.
Zulú, el desyerbador de la barriada en que resido, estaba ansioso merodeando la casa y a punto de decirme que es tiempo de recortar los follajes; pero tras estas alzas hay que pensarlo dos veces, pues desde antes de la crisis Zulú salía caro por los largos descansos que se toma en cada jornada en la que se convierte en un miembro más de la familia con acceso directo a la cocina.