El mundo no es de un solo color. Algunas personas no aceptan complacidas las sorpresas de nombramiento. Otras saltan alborozadas si les caen investiduras de jurisdicción especial y placas oficiales de números bajitos. Les resulta un maná, no siempre merecido, que alimenta los egos, la vanidad y, en ocasiones, los bolsillos; con eso basta.
En exigua minoría están las personas que prefieren la consulta previa y la conciliación de pareceres y esbozo de planes con el mandamás. Se entiende que ingresar al Gabinete o seguir en él por cuatro años más, tiene que ser algo de la mayor importancia para el que da la investidura, para el que la recibe y para la ciudadanía a la que se supone que se va a servir.
¿Por qué tal decisión debe aparecer sin más ni más, como salida del olimpo, como si la incondicionalidad partidaria no tuviera límites o como quien da un caballo al que, por tanto, no procede mirarle los dientes?
Esa forma de nombrar, con perfiles de antigualla y tono cesariano, no suele tener cabida en países con verdadera institucionalidad. En Francia, desde los tiempos de la monarquía, nadie se ha despertado con un boletín, flash o bando real que proclame su inmediato ingreso a una función pública. Espectacularidades del presidencialismo como esa son las que causan situaciones un tanto desagradables como la que ha ocurrido: no solo era doña Alejandrina la que al parecer se resistía a ser Secretaria de Estado de la Mujer, sino que el propio sexo bello, expresándose a través de vanguardias feministas locales, tampoco acepta como representante del género a esta llamada Dama de Hierro, sin que el rechazo deje dicho necesariamente que existe algún problema con dicho metal.