Celebro aliviado lo que con frecuencia ocurre: que me persuaden a prepararme para lo peor y luego la tormenta coge para otro lado como negándose a que el Servicio Meteorológico tenga tanta autoridad sobre ella como para acertar con su trayectoria.
Algunos ventanales y cobertizos del vecindario son firmes y fuertes, pero no porque pasaran la prueba de un ventarrón. Ha sido porque, alarmados, los ciudadanos los apuntalaron y luego el disturbio vaticinado se diluyó.
Después de la tormenta George vi familias reforzando alerones de terrazas y las partes débiles de techos principales. Conozco una cotorra que vive prácticamente en una mini fortaleza, justo al lado de la cocina de sus amos. La que tenían antes voló, pero con todo y jaula y para no volver jamás, por una terrible persistencia de los vientos. Ahora a su sucesora le toca sufrir de claustrofobia.
Voy con regularidad al espléndido patio de un amigo que invirtió parte de sus ahorros es un drenaje fenomenal, convencido de que al menor temporal su dominio completo se inundaría. Aunque después ha llovido en cantidad, nada ha pasado. Creo que sin necesidad, él se preparó para un diluvio nuevo.
Suelo recomendar a mis allegados que sopesen bien la prevención antes de aplicarla. Que no les pase lo que a mí, que ante la supuesta inminencia de un huracán exageré el avituallamiento con conservas y productos que no necesitaban refrigeración. No recuerdo para dónde fue que esa vez el fenómeno se desvió, pero lo cierto es que por más tiempo de la cuenta, y por falta de dinero para comestibles frescos, las sardinas, arenques y el bacalao reinaron en mi mesa.