La economía es uno de esos ámbitos de la existencia en el que la enfermedad y el remedio subsiguiente pueden igualarse en lesivos. El ciudadano que sobrevivió a algún proceso inflacionario, que espere lo suyo, que a continuación lo que suele venir es una recesión que lo dejaría sin empleo o le quiebre la modesta actividad de subsistencia.
Para el año 2004 sentíamos una contracción por lo del 11 de septiembre, situación a la que se sumaron las quiebras bancarias y el singular antídoto criollo: dinero a chorro saliendo del Banco Central para honrar depósitos tragados por fraudes colosales. Las alzas pasaron entonces a asfixiarnos, cuando no a matarnos de miseria con más de un millón de pobres adicionales. Entonces la cosa mejoró; la economía se estabilizó. Muerto el perro (la reelección fallida del 2004) se acabó la rabia.
Los indicadores revelaban que la economía crecía, sobre todo para quienes tenían posibilidades de crecer, porque ya eran ricos. Pero de una vez comenzó a asomarse otra tormenta foránea: la de petróleo y cereales caros y una economía norteamericana agripada, lo suficiente para hacerle contraer pulmonía a la de aquí. Un nuevo mal comenzó.
Los festivos enemigos de la reelección anterior vinieron con la propia insuflados por la confianza. Dieron rienda suelta al gasto para luego frenarlo de golpe y contener el circulante hasta el punto de dejar a los bancos sin dinero, que fue como dejar a la economía sin combustibles. El remedio de caballo está haciendo su efecto, y sobrevivir a esta crisis tiene poco sentido, porque otros procesos electorales y de continuismo están en camino, y el sálvese quien pueda seguirá siendo nuestro destino.