Con sus despliegues visuales, ruidos y saturantes discursos con promesas y sofismas, las campañas electorales tienden a nublar el conocimiento.
Por lo regular mucha gente se adormece con la posibilidad de que los cantos de sirena hagan bajar los precios, en vez de preocuparse por lo caro que estén costando los alimentos en ese momento, un hecho éste contundente que afecta los bolsillos pero no las ganas de soñar.
Resulta difícil establecer si el proselitismo lo ejercen políticos o consumados ilusionistas o si es que las dos condiciones en ellos son una misma.
Uno los oye preguntar ¿quién te subió el pollo, quién te subió el arroz? y aunque a su turno todos lo hicieron, los que hablan en el debate solo se refieren a los malos tiempos que pueden atribuir al rival.
Luego de la intensa alharaca campañera que a muchos atormentaba por su falsía, la adversidad de la inflación, parecerá más dura si ya ni siquiera existe la posibilidad de que cerca de alguien caiga, como maná altagraciano, algún bendito salchichón sin costo.
Sin los estrépitos de la guerra por el favor de los electores será cuando más dramáticamente se pasará a redescubrir que con la auténtica tarjeta Solidaridad no indexable al petróleo- la vida es tan cara como sin ella; y que menos serviría para aliviarnos la futurista de Vargas Maldonado. Habiéndose establecido que los votantes han vuelto a carecer de importancia porque su carnaval pasó, los cuartos para pagar transporte o para salir de los supermercados con algo en la mano seguirán tan escasos como antes y el ciudadano deberá pasar sus crujías sin escuchar los cuentos anestésicos que los políticos acaban de guardar para después.
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