Ir al supermercado con más interés de explorar que de comprar es algo que puede tener sentido. Sería como ir a la playa en un día tormentoso. Nos atraerán los rizos del mar y la fuerza del viento pero dejaríamos que sea otro el que penetre a desafiar a remolinos.
Cuando discurro entre góndolas, antes de remontar hacia los vinos en oferta, miro de frente las etiquetas de los caros: Proto del 2001 Gran Reserva o algún Rioja de 1997. Luego me concentro en los tramos de bebidas modestas.
A prisa llego a veces a céntricos expendios con un guión: yogur, salami, palillos y algún ambientador. ¿Pero cómo pasar de largo por donde permanecen riquísimos quesos como el azul danés de Rosenborg, Cabrales de España y Cambozola alemán, a más de las tentadoras piezas en que dividen a las reses de primera?
Recientemente en casa se acabaron el jabón de tocador y los dentífricos y acudí a reabastecerme. Y sucedió que al ir hacia la salida con los artículos de higiene divisé en un refrigerador las que habrían sido un buen motivo para cepillarme la dentadura: chuletas de cordero, y un poco más allá excelentes ingredientes importados para una salsa italiana que rebosara la carne, sin perder de vista la obligación de rociarla con una botella de Vinattieri.
Como pueden apreciar, yo en nada parezco un Presidente en campaña, al que podría resultarle conveniente visitar los supermercados con aire de preocupación por los precios del arroz y los detergentes. Lo usual es que me asome a los exhibidores regios con el mismo aliciente que otros tienen para regodearse con la revista Playboy: conocer siquiera por referencia las exquisiteces de la vida que son de difícil posesión.
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