Cualquier ejecutivo de ingresos superiores puede seguir incólume con juegos de golf, restaurantes de lujo y viajes en asientos de primera aún después que le restaren 5% ó 10% a su sueldo y algunos otros beneficios que en realidad solo aumentaban un patrimonio que ya hace tiempo estaba crecido. La buena suerte de estar arriba no se acaba así por así. Incólumes quedarían también las necesidades de las familias más bajas en la escala.
Subsidios, focalizados o no, poco servirían para su dura realidad. Aspirinas de pocas horas o días. Pero hay situaciones que son desfavorables porque aquellos que las viven no pertenecen a los estratos finales, que en alguna medida preocupan a los gobiernos, ni a las holguras de los adinerados que pueden constreñirse sin dolor.
Los miembros de la llamada clase media baja, situada entre los dos extremos de la pinza que aprieta cuando la economía está mala, son identificables no solo por sus sufrimientos a causa del alto costo de la vida y la depreciación de sus servicios poco estimados por los empleadores, sino también porque sin ellos el fisco perecería y la banca, que vive básicamente de préstamos y tarjetas para consumo, perdería razón de ser. Los clasemedistas están en el medio, que es el único sitio en la sociedad en que se recibe fuego por arriba y fuego por abajo.
También se les podría llamar los indefensos que no pueden aliviar las penas con champán ni obtener las exenciones protectoras con que suelen alzarse los de arriba. Incluso muchos pobres merecerían su envidia porque con frecuencia encuentran la forma de no pagar por los servicios ni por el terreno que ocupan. Esa falta de cabalidad de solo estar a la mitad es una birria.