Tenaces en abrigar esperanzas de dudoso fundamento, muchos votantes llegan a creer que lo que más conviene es que se queden los que están o, por el contrario, que otros vengan a sustituirlos. La típica polarización que separa a la gente casi en igual proporción hacia lo blanco o lo morado.
Las últimas campañas electorales han sido maratones para lograr que se crea que el voto, según su color, resuelve mucho los problemas o descalabra más al país de lo que ha estado. Heraldos de cuentos chinos toman la palabra.
A veces solo para hablar, pero en múltiples ocasiones acompañan su discurso con plata y recursos medios para dar atención pasajera al elector y deslumbrarlo. Como los avances de las viejas películas mexicanas que solo resaltaban los cortes impresionantes de las rancheras y los momentos felices del charro, que apenas constituían la mitad de la cinta.
Por sus derroches y desvaríos; porque dedican tiempo a compelir al ciudadano influyéndolo con dádivas o con sombrías predicciones; señalando un camino hacia el paraíso y otro hacia la catástrofe a que conduciría el sufragio si se da al adversario, las justas electorales guardan parecido con las fiestas de rodeo. La diferencia está en que es al público al que montan en un potro loco a recibir sacudidas y temblar, aferrándose a la brida y a la silla para no caer hacia el lugar equivocado, lo que puede ser difícil de establecer. Pero como siempre se va a dar al suelo, muchos desheredados redescubren, tras las urnas, que su presente solo podría ser mejor si trabajan como burros, buscando siempre algo más que hacer o jugando Lotería, el ineludible impuesto a la esperanza.
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