Es de conocimiento que se desconoce el paradero de miles de individuos reclamados por la justicia, además de los muchos que cometen fechorías a diario y la Policía no da con ellos.
Con razón siento con frecuencia que paso cerca de personas medio psicóticas, alegres o tristes, casadas o solteras, a las que siempre se les escapa al menos algún indicio de paranoia.
Veo a conocidos comprar bastones y multi lock y sueñan con colocar unos chips para la localización satelital del auto si fuera robado. Y luego, antes de arrellanarse en el cine o en el teatro prometen recompensas a cualquier ladino callejero para que le cuide el vehículo, a pesar de que las estadísticas indican que por cada cuidador debe haber diez ladrones dispuestos a asociarse con él.
La conciencia de que por cualquier esquina emergería un bandido está en cada munícipe. En la ancianita de la misa vespertina que se impacienta cuando el cura tarda en decir el váyanse en paz que le permite ir de carrera a su casa de rejas dobles, cerraduras dobles, perros dobles y guardianes que se duermen a la vez. Vivo escéptico cuando me mandan un taxista que no había visto antes y no sé si su cara es de bandido o si es mi imaginación.
Me arriesgué a contratar un pintor sin conocerlo y para seguridad mudé para la casa a un primo desempleado, a su mujer y a su hijo para que no le perdieran ni pie ni pisada al jornalero, de seis a seis y por una semana. Una doña del barrio cuenta y jura que detrás de cada vendedor callejero hay un destripador en potencia. No ha dejado de comprar víveres pero hasta los plátanos los recibe a través de unas persianas a medio cerrar. Una marchanta que solo deja ver sus fantasmagóricos ojos.