LA COLUMNA DE HORACIO
La precocidad delictiva  en la jungla urbana

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Alguien propuso que en los expedientes delictivos figurara siempre el grado de escolaridad del prevenido. Tal registro a lo sumo confirmaría que se puede ser igual de bandido con poco o mucho conocimiento y además que para ser un auténtico rufián de cuello blanco y robos mayores conviene pasar primero por alguna universidad.

A propósito de aprendizajes, existe una perversa realidad que convierte a las calles en academias de altos y acelerados “estudios”. ¿Dónde aprenden esos adolescentes  protegidos de la ley a tender celadas a indefensos adultos a los que roban y disparan como profesionales del crimen?

Se trata de muchachos diestros con la pistola y en  la fabricación artesanal de armas. Dicen sicólogos  que carecen de capacidad para  diferenciar el bien del mal, la que a mi juicio jamás adquirirán después si se les escapan a los intercambios de disparos. Pero los códigos son piadosos con ellos. El ciudadano común los considera “peligrosos antisociales y con frecuencia asesinos”. Los ministerios públicos de la modernidad no pasan de verlos  como “angelitos” que resbalaron pero que son rescatables y deben ser alojados cómodamente en centros de rehabilitación.

Lo que la paternal maquinaria correctora no puede predecir  es a qué edad es que esos villanos imberbes se van a decidir por el bien. Los hay con auténticos rosarios de muertes: a los 15 mató al vecino billetero; a los 16 a la viejita de los fritos; a los 17 a un mensajero. Al llegar a la adultez ya no tienen tiempo para lograr otro oficio y se vuelven más peligrosos porque además son ya expertos en eludir persecuciones. La respetada minoría de edad llena la ciudad de sangre. Por tanto, Señor, no dejéis que esos niños vengan a mí.

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