Una diligente muchacha me prestó atención en una gran tienda donde trabajaba; de tanto ayudarme a encontrar lo que buscaba entró en confianza y me reveló que su mente no estaba allí sino en Miches. Le negaron la visa de Estados Unidos pero: de que me voy, me voy. Conversé recientemente con un taxista dominicano en Nueva York de esos del sector informal. Me llamó la atención la forma precisa en que hablaba de planos urbanos y medidas, en una difícil búsqueda de direcciones en Manhattan, y le comenté con sorna: Parece que ahora en esta ciudad ser ingeniero es una ventaja al conducir, y me respondió: soy graduado de la UASD.
En Puerto Rico los obreros de la construcción que llegan a esa isla a través del canal forman grandes agrupamientos, con bares y restaurantes que prácticamente les son exclusivos. En medio de esos congestionados ambientes de tragos y música de fines de semana, cualquier maldición que se escuche en la multitud tendría acento criollo. Nada de ¡ay bendito!. Atrás en el tiempo, hubo desde el país una fuga de manos de obra hacia Venezuela, y en siendo plomeros, electricistas y empañetadores desaparecían cada mes de las construcciones locales.
Un ingeniero que conozco bien terminó odiando los petrodólares, pues la migración entorpecía continuamente su levantamiento de edificios. Desde que adquirían mayor destreza bajo su mando, los trabajadores volaban a Caracas, dejándolo a expensas de principiantes.
Luego el país sufrió un pronunciado encogimiento de inversiones, y si no hubiese sido porque se produjo un cambio de gobierno, él hubiera tenido que seguirles los pasos a sus antiguos asalariados. A comenzar de nuevo, a su edad y en otro país.