Aunque no me siento expuesto a la violencia de género, pues estoy situado del lado de la frontera de los que más golpean, no de las que más reciben, mis ojos curiosos suelen andar a la caza de los perfiles de atacantes. Si una crónica roja informa que el que acaba de matar a su mujer en un paraje vivió en Nueva York hasta hace poco, imagino al victimario con un medallón en el cuello y un malapalabroso lenguaje bilingüe. Le bastaría con abrir los labios para convencer de la gravedad de sus problemas de conducta. Probablemente, antes de quitarle la vida al objeto de su amor, la tenía anulada con la amputación del derecho a disentir. Sobre otro destructor múltiple de ese don invaluable que es la vida, cualquier informe policial dirá que se trató de un homicida-suicida espantado. Animal celoso y posesivo. Le disparó a su compañera porque creyó que le era infiel y después se dio un tiro a la cabeza. Cabe lamentar que no apuntara primero hacia la causa mayor de su machismo en el área de la bragueta. Las estadísticas de crímenes contienen tragedias sobre hombres apacibles, incapaces en apariencia hasta de matar una mosca. Pero sus hechos hieren mucho la conciencia. Para ellos, apretar el gatillo fue tan intrascendente como manipular un envase de Baygón. Lo monstruoso bajo superficie de civilidad.
Otros episodios del comportamiento brutal de los individuos serían predecible. Proclives han de ser si desde los escenarios ponen caos y letras truculentas sobre notas musicales. Lo que más extraña es que después de cada concierto tales cantores y una parte de su público no salgan de inmediato a prolongar a trompadas las emociones del show.