Como consecuencia de la evolución de una sociedad que pasó gradualmente del énfasis en lo rural a lo urbano, entre amigos salen a relucir a veces unas nostalgias por los guayabales, la leche cruda y el arroyuelo de los lugares en que vivieron aunque solo fuera de pasada en las vacaciones.
Como entes y sobrevivientes de deplorables especulaciones y servicios de los congestionados y hostiles espacios citadinos, tienden a recordar que alguna vez los dones de la naturaleza y la simplicidad de la gente saciaban y sobraba para almacenar y dormir tranquilo.
Mucha gente que decenios atrás estudió en la Capital teniendo a la UASD como única opción, completaba la ingesta ideal de proteínas y calorías gracias a los viajes de fines de semana a sus lugares de origen. Ya en la campiña ancestral, quizás en casas de yaguas, tinajas y conucos, se libraban brevemente de las escasas y aguadas habichuelas de la pensión.
El estudiante provinciano, atrapado en las dificultades de una gran ciudad, solía descubrir que el arroz con longaniza y el pollo guisado que sus posibilidades le permitían recibir en Santo Domingo pecaban de exiguos. Su real contacto con la carne ocurría de sábado a domingo cuando incluso la veía borbotear en los calderos del propio hogar paterno o a través de las solidaridades de comarca.
En los amados pueblos y campos de la procedencia siempre podía contarse para el mediodía con la hospitalidad del tío o de los abuelos o la de cariñosos vecinos que sentían verdadera preocupación por ese antiguo mozalbete de la cercanía que tras ingresar rollizo y con buen color a la vida universitaria, regresaba trasluciendo un novísimo déficit de cuchara.