Allá en la cima, a veces las formas valen un poco más que los hechos. El mundo es así. Hace un par de años, cuando el presidente George W. Bush aparentó que tenía pantalones para enseñorearse sobre las ruinas de Bagdad, estuvo ante las cámaras con un pavo listo para comer. Lo lógico era que inmediatamente después lo degustara. ¡Pero no! Lo que se descubrió a lo poco fue que era de plástico. ¡Puro show!
Así, algunos otros gobernantes recurren a lo teatral, al típico aguaje, o a la solemnidad porque entienden que su autoridad y la confianza en ellos necesitan de esas artes para preservarse. Si no inauguran un puente con bombos y platillos, habría gente que más tarde tendría miedo a cruzar por él. Por eso hasta la entrega de algunas casas, pensiones y subsidios lleva ruidos aunque todavía sean meros proyectos. Actos en salones de primera, sacos y corbatas. Dicción correcta y rostros empolvados para que las imágenes queden perfectas. Las imperfecciones comienzan después cuando las bondades prometidas se diluyen en el tiempo. Recuerdo a un pensionado que en realidad fue destinatario del primer cheque casi un año después.
Sirvió de mucho pero para su funeral. Algunas diligentes intervenciones del Estado para poner fin a problemas tienen un efecto mediático que se agota y entonces las repiten como si no hubieran ocurrido antes. Los choferes y el gobierno, y los panaderos y el gobierno, aparecen episódicamente en puntos de partida para la solución de crisis colocados en ceremonias vistosas en las que se habla de gasoil barato y de sacos de harina con respaldo presupuestal. Ninguna de esas celebraciones anticipadas del bienestar ha sido confirmada por los hechos.