Antes de sentirse en carne propia el que sería el problema siguiente en estos malos tiempos, puede que unos prolegómenos nos castiguen demasiado. El peluquero que subió su tarifa con exceso en marzo y que se ha puesto tacaño con el uso de cremas y talcos, para entonces nos abría los ojos como si fueran a salirse de órbita con tal de abrumarnos con la interrogante: ¿Y cómo diablos nos vamos a hacer cuando el barril de petróleo llegue a 200? Sin embargo, es lesivo en términos inmediatos que él les diera a los clientes suficientes motivos para creer que la desgracia llegó.
Para Semana Santa compré una nevera playera con compartimientos y grifo. Pero como la tenía vista desde meses antes y sabía el precio anterior, al ver cómo me la facturaron en ese momento me di cuenta de que el dueño de aquella ferretería es más volátil que el petróleo. Es una suerte que esté aquí decidiendo precios secundarios. En la lonja de Nueva York, con él allá, hace tiempo que el crudo costaría 250.
Yésica, una amiga que es contadora por Los Mina, relaciona los albores del desastre con dolores de cabeza que no la dejan dormir. Es dueña (se supone) de un apartamento en plano, de esos de páguelo ahora y vívalo después. Sus ingenieros cambian diseños cada cierto tiempo, movidos por la pasión de aplicar ya los costos del mañana, y sin que el nuevo hábitat haya subido mucho de sus cimientos, cuesta como si fuera a tratarse de una cápsula espacial, y ya sabe el lector lo estrecho que viven los astronautas con todo y lo caro que salen sus flotantes alojamientos.
Mi amiga contadora no ha necesitado que el petróleo se encarame sobre los 200 para saber si el gas pela.