Este es un país en el que se resalta la particularidad de que existe un microcosmo interior e idílico; algo así como una república o principado monegasco dentro de otra república.
En la versatilidad local que a algunos permite sentirse de repente como en un verdadero paraíso caribeño, basta con recorrer unos 120 kilómetros hacia el sol naciente y dejar atrás unos caminos desagradables con varias densas concentraciones de bajo poder adquisitivo a lo largo del trayecto para llegar entonces al Neverland de adultos en el que, al menos, se envejece más despacio que el resto de los coterráneos. Cuando la existencia es de rosas, seda y Moet & Chandon o de pesca en lanchas de ensueño con escuderos que se hacen cargo de las presas, el paso del tiempo tiende a frenarse. La angustia de los horarios es para los que pican piedras o le temen, como el diablo a la cruz, a la súbita llegada de un cobrador o alguacil.
Al doctor Joaquín Balaguer se atribuye la invención de un muro de la vergüenza que hacía invisible la pobreza desde su mimado monumento al Descubridor. Pero en el gran coto del este, bordeado por la mudez de cañaverales, la seguridad no tiene que incluir velos estéticos. Los jodidos viven muy para otro lado.
Nunca se ha dicho cuál sería el PBI (contante y sonante) de la suma de los que allí pernoctan; ni el ingreso per cápita, ni el promedio de vida, pero extrañaría muchísimo que alguna esquela señalara a ese luminoso punto geográfico como referencia de domicilio o velatorio. Me cuentan que en aquella vida muelle de aromas y frescores, el pulso solo se acelera taquicárdicamente cuando tal o cual de los personajes que hacen presencia recuerda que Santo Domingo existe.
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