Aunque las comisiones de notables son un anacronismo propio de tiempos felizmente superados, nuestros gobiernos las resucitan cada vez que las consideran útiles a sus propósitos, que en la época de Joaquín Balaguer, su gran propulsor, eran claros y cínicamente simples: que los comisionados no llegaran a ninguna conclusión, y que el tiempo y el olvido se encargaran del resto. Por eso no debe sorprenderse el gobierno si el escepticismo en sus distintas manifestaciones fue la primera reacción de la opinión pública a la decisión de nombrar una comisión de personalidades para que investigue el proceso de licitación y adjudicación de la central de Punta Catalina, que coordinará el mediador de nuestros inacabables conflictos, monseñor Agripino Núñez Collado. Como tampoco debe hacerlo porque se interprete como un calculado golpe de efecto que busca desmarcar al gobierno de un escándalo de corrupción que puede tener un enorme costo político, o como un intento por neutralizar la marcha contra la impunidad que se celebrará el domingo 22 de febrero. Las declaraciones del Ministro de la Presidencia, Gustavo Montalvo, aclarando que el decreto que la creó no interfiere con las investigaciones que realiza el Ministerio Público tampoco van a despejar las legítimas dudas sobre su utilidad y pertinencia, ni a convencer a nadie de que sus miembros, algunos de los cuales han sido cuestionados por sus vínculos directos o indirectos con Odebrecht, lo que los coloca ante un claro conflicto de intereses, son los indicados para devolverle la credibilidad al proceso de licitación y adjudicación de Punta Catalina, rodeado de cuestionamientos, críticas y denuncias de sobrecostos desde mucho antes de que estallara el escándalo que hoy tiene de vuelta y media al gobierno y sus estrategas.