La complicidad del sistema político con la evasión fiscal

La complicidad del sistema político con la evasión fiscal

MELVIN MAÑÓN
En todo el mundo y desde siempre, la gente paga los impuestos a desgano, cuando no puede evitarlo o cuando el costo de hacerlo es menor que las consecuencias penales y financieras de la evasión. El grado de rechazo con que los contribuyentes -sean personas físicas o jurídicas- se enfrenten a la gestión fiscal guarda una estrecha y curiosa relación con el criterio prevaleciente en el manejo de los fondos públicos.

En teoría todos debemos pagar impuestos con que financiar el gasto público. A cambio de nuestros impuestos se supone que recibamos cierta cantidad de servicios tales como seguridad, salud, educación pública y otros. Cada cuatro años votamos por algún partido y candidato que nos dice y promete dos cosas: una que invertirá nuestro dinero sabiamente en función de lo que, como contribuyentes, hemos definido y defendido como prioridades y dos que lo administrará con decoro, prudencia y celo.

La gestión recaudadora -odiosa siempre–, se hace más compleja y difícil en la medida que el cobro compulsivo de los impuestos no viene acompañado de una rendición de cuentas satisfactoria. Recientemente, he escuchado a mis amigos peledeistas, progresistas e independientes quejarse; no por la recaudación, a la cual contribuyen pura y simplemente por la vía de la retención que hacen sus empleadores sino por la manera como el gobierno dispone de una parte de esos fondos. Primero mis amigos se quejaban con amargura cuando se anunció lo del Metro. Todos nos alegramos que esa iniciativa se haya enfriado, no porque sea mala idea, sino solamente porque no estamos en condiciones de favorecer a los habitantes de la capital del país de una manera que deja a los del interior desguarnecidos y más empobrecidos de lo que ya estaban. Ahora mis amigos renuevan sus quejas. Los 25 millones de dólares para favorecer a los ricos de Santiago que así evitan pagar ellos mismos las consecuencias de sus errores. Otra tan indignante y absurda: el contrato, el monto, los términos y los objetos comprados para amueblar la Suprema Corte. Dieron ese contrato a la persona equivocada; por el monto equivocado, en la forma o procedimiento equivocado y para el uso equivocado. No hay justificación posible para un dislate de esa magnitud y el Secretario de Obras Públicas, ya que carece de la intención de renunciar, debe entonces ser despedido. Pero hay otra quejas y me llegan frecuentes, preocupadas, diversas y airadas.

Se dice que el mismo Secretario de Obras Públicas va a privatizar las licencias de conducir. Sin concurso público y sin entender que ya estamos hartos de privatizaciones puesto que ninguna ha servido el propósito fundamental de facilitar las cosas sino solamente de beneficiar aún más a los que ya tienen mucho. Y hay más también. Me dicen que el gobierno está nombrando en cargos diplomáticos y con sueldo de diplomáticos a personas a quienes, si merecen la ayuda, les correspondería en buena ley una beca, pero no una canonjía.

Creo que, de la misma manera que el sistema político dominicano ha evadido la elección de legisladores por jurisdicciones –lo cual los hubiera hecho más responsables y hubiera facilitado supervisarlos, reelegirlos o rechazarlos– así mismo se mantiene la discrepancia entre el esfuerzo de recaudación y la rendición obligatoria de cuentas del recaudador a los contribuyentes.

La presión fiscal y la gestión burocrática para ejercerla tienen mucho que ver con la autoridad moral de cualquier gobierno. Mientras cada Presidencia quiere la mayor discreción personal posible, el sistema político necesita lo contrario, es decir que se obligue a cada gobierno a rendir mejores cuentas. Vía la recaudación fiscal, los gobiernos auditan e intervienen de cierta manera en los asuntos privados sean personales o de negocio. El sistema democrático, para que funcione, necesita mejorar la capacidad práctica de la sociedad para auditar al gobierno. ¿O no es así?

mmanon@usa.net

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