La condena ciudadana

La condena ciudadana

Peña Rivera terminó sus días fuera del país, Ramfis Trujillo no evitó con su muerte la repulsa por ordenar y asesinar a los sobrevivientes del ajusticiamiento del 30 de mayo de 1961, Neit Nivar y Enrique Pérez poseen las cuotas de responsabilidad militar en los excesos del poder desde 1966-1978, el asesinato de Moncho Henríquez no sorprendió a los que sabían de sus acciones funestas al frente del Servicio Secreto de la Policía, Pedro P. Reinoso desapareció de la vida pública signado por acusaciones de corrupción y José Michelén no ha tenido el coraje de volver a pisar suelo patrio. Ninguno de esos personajes sufrió los efectos de una condena severa. Eso sí, la valoración ciudadana respecto de sus conductas no necesitó de toga, birrete ni procesos judiciales para condenarlos y llenar de oprobio a los suyos.

Los que piensan burlar con tecnicismos y pactos el juicio de la sociedad subestiman los cambios experimentados en la nación. Quedan rasgos, resabios y resistencia. Ahora bien, las redes sociales, la democratización de los grupos hegemónicos, los cambios en el modelo económico y la emergencia de nuevos actores obligan a exhibir un especial cuidado, porque todos estamos sometidos al ojo crítico y las complicidades eternas e históricas, saben perfectamente el nivel de impugnación existente en múltiples ámbitos de la vida nacional.

Empresarios, periodistas, intelectuales, políticos, jueces y profesionales de todas las áreas no están solos en la cancha. Saben que los miran.

Cuando jóvenes se indignan por las actuaciones incorrectas de miembros de las altas cortes, los resortes de la formalidad institucional activan sus circuitos, y editoriales se despachan en defensa de los magistrados. Lo desproporcionado, es el silencio de esas plumas, ante la vulgaridad de jueces que cobran sus salarios y pensiones en franca violación a la ley, designan en la institución a familiares y hacen de los salarios del tribunal cobertura de pasiones íntimas. Ante tanta truculencia y dificultad para que la formalidad periodística “reporte o investigue”, se crean las condiciones para allanar las vías alternativas que comuniquen hechos denigrantes. Y eso contribuye con la transparencia.

La sangre derramada producto de la revuelta de abril de 1965 no se había secado, cuando el líder conservador Ángel Severo Cabral era abatido en la zona céntrica de la capital producto de las pasiones de jóvenes izquierdistas que, ante la asfixia democrática y la ola represiva en el país, actuaron irracionalmente. Antes, los episodios eran violentos. Ahora, el ejercicio cívico tiene modalidades en capacidad de intranquilizar a un clan de sinvergüenzas amparados en categorías institucionales donde se sienten refugiados para que, sus excesos sean tolerados, sin ningún tipo de consecuencias.

Leí a José Luis González en su texto, “Nueva visita al cuarto piso” y el insigne boricua hace una reflexión: un país maduro para las transformaciones no se inventa sino que se hace; y hacerlo no solo lleva tiempo sino que exige conocimiento serio sobre el pasado y presente. Nuestra desgracia es que el intento de desarrollo institucional ha sido secuestrado para blindar toda clase de degradación, y frente a tanta vagabundería, la condena ciudadana debe expresarse en cualquier lugar con civismo y decencia, pero con toda la energía.

 

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