La conferencia de Garzón

La conferencia de Garzón

JOTTIN CURY HIJO
Hace aproximadamente un mes, el magistrado del Tribunal Supremo de España, Manuel Garzón, dictó una conferencia sobre la jurisdicción administrativa en su país. Su disertación abarcó múltiples aspectos que sería imposible abordar en el corto espacio de un artículo. Sin embargo, ya que se está elaborando un proyecto de ley para instituir tribunales administrativos entre nosotros, debemos destacar algunos puntos de la repetida conferencia para saber si el sistema español se ajusta a nuestra cultura jurídica.

El propio Presidente de nuestra SCJ se proclamó, en aquella ocasión, partidario de la fórmula que actualmente impera en la patria de Cervantes, desdeñando el sistema francés, que contempla un Consejo de Estado en la cúspide de una jurisdicción administrativa que ejerce sus funciones al margen del Poder Judicial. Argumentando la irresponsabilidad del Estado, que nadie pone en duda en países como el nuestro, abogó por la creación de una Cámara Contencioso Administrativa que forme parte de la jurisdicción judicial.

Pues bien, el Magistrado Garzón señaló que la justicia administrativa en España ha oscilado entre el método francés y el que prevalece actualmente, en el que los asuntos propios de la Administración se encuentran incorporados al Poder Judicial. Bajo el predicamento de que la Administración no se limita a administrar, sino también a juzgar, lo prudente, conforme a su criterio, es que prevalezca una justicia unificada donde sean conocidos indistintamente los conflictos entre el Estado y los particulares, y los que se generan entre éstos últimos. Sus razonamientos no dejan de ser interesantes, al igual que los del Presidente de nuestra SCJ, pero cabe preguntarnos si procede, a la luz de nuestra legislación, adoptar un sistema semejante.

No cabe la menor duda que nuestros funcionarios públicos constantemente vulneran los derechos de personas físicas y morales, amparándose en la sombrilla protectora del Estado, obligando a la parte lesionada, en ausencia de tribunales administrativos, a recurrir a la jurisdicción ordinaria. Pero en buena técnica, y siempre ajustándonos al país que nos legó sus códigos, lo correcto es instituir una jurisdicción administrativa bien organizada, independiente de la judicial, al igual que los franceses.

A partir de la revisión constitucional del 10 de enero de 1942, cuando el legislador constituyente columbró una jurisdicción administrativa distinta de la judicial, le ha atribuido al Congreso la facultad de «crear o suprimir tribunales para conocer y decidir los asuntos contencioso administrativos». Pero dado que el poder reglamentario es una consecuencia directa de la división tripartita de los Poderes del Estado, consignado en el artículo 4 de nuestra Carta Sustantiva, lo lógico es delimitar las esferas de ambas jurisdicciones. Tanto es así, que en Francia cualquier discusión relativa a una norma reglamentaria, suscitada ante la justicia ordinaria, es causa de sobreseimiento por tratarse de un asunto prejudicial.

Más todavía, la separación entre la ley y el reglamento fue contemplada por el legislador constituyente, al señalar como atribución del Congreso, en el numeral 23 del artículo 37 de nuestra Constitución: «Legislar acerca de toda materia que no sea de la competencia de otro Poder del Estado o contraria a la Constitución». Y como es indiscutible que el reglamento es intrínseco a la Administración, cuya cabeza es el Poder Ejecutivo, se impone separar la esfera administrativa de la judicial.

En la reforma operada en agosto de 1994, el legislador constituyente, fiel al principio de la separación de los poderes, le cercenó a la SCJ la facultad de declarar la inconstitucionalidad de los decretos y demás actos del poder reglamentario. Poco tiempo después, la SCJ, ignorando la voluntad del constituyente, interpretó en sentido lato el término «ley» para arrogarse nuevamente las facultades que le fueron sustraídas en la modificación de 1994.

En definitiva, si deseamos ser fieles a nuestra tradición jurídica y respetuosos de las normas legales, solo nos queda por abogar por la separación definitiva de ambas jurisdicciones: la administrativa y la judicial. En caso contrario, de colocar los actos de la Administración bajo una de las cámaras de la SCJ, equivale a seguir profundizando el caos que nos empuja a un pozo de inconstitucionalidades.

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