Por Francisco Franco
Hasta no hace mucho tiempo, el espacio vital dominicano – y por tanto es comprensible que esto haya marcado la historia y conciencia nacional – se debatía habitualmente entre dos fuerzas: por un lado, férreas dictaduras y regímenes antidemocráticos, en la cera contraria, héroes – conocidos y anónimos – que nos devolvían la vida en libertad.
Lo antes descrito es hoy algo distante y felizmente superado. Nuestro firme sistema participativo y una sucesión considerable de presidentes liberales así lo demuestran. Según lo proclama nuestra Constitución: somos un Estado Social y Democrático de Derecho.
Pero justo por este trasfondo histórico no es de sorprendernos que la lucha contra normativas administrativas que puedan presentar ambigüedades o imprecisiones sean objeto de controversia y debate. Precisamente el ejercicio de la libre expresión es hoy el terreno fértil para la batalla por la libertad. Muestra de ello es el saludable intercambio que sobre la Ley núm. 1-24 de la DNI se viene suscitando, insuflando la fortaleza democrática que aludimos previamente.
Loable en su fin, la realidad es que respecto a esta ley han aflorado aspectos que para muchos justifican una intervención normativa, que, en plena ponderación de principios y valores constitucionales, de un lado observe los derechos fundamentales y a la vez sirva de herramienta al Estado para garantizar «la libertad, la igualdad, el imperio de la ley, la Justicia (…) la convivencia fraterna, el bienestar social (…) el progreso y la paz».
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Cuando dos textos normativos son contradictorios o incompatibles estamos frente a una antinomia y partiremos este análisis desde de esta figura jurídica pues en su Art. 10 se establece como principio que la DNI «ejercerá sus atribuciones con apego al marco constitucional y legal vigente y pleno respeto de los derechos fundamentales». De esto ser así, habría que suponer que todas sus actuaciones se realizarían al tenor de los derechos individuales y observando las atribuciones de los demás órganos y entes constitucionales. Sin embargo, lagunas e inespecificidades legislativas podrían servir de pie de amigo para conflictos con la Constitución. Veamos:
Se plantea la creación del SNI – cuyos miembros ordinarios están todos adscritos al Ejecutivo – dejándose abierta la posibilidad de incluir otros organismos del Estado que puedan contribuir con el Sistema. Estas instituciones estarán bajo la coordinación de la DNI para cooperar en lo requerido y cualquier órgano constitucional que quede integrado al SNI se vería bajo la égida de este.
Otro aspecto que llama la atención es la facultad que el Art. 6 da al órgano rector del SNI de «coordinar las actividades de inteligencia y contrainteligencia (…) que realicen los organismos (…) financieros del Estado (sin perjuicio de las respectivas leyes que regulan a cada institución del SNI)». Esto no solo podría provocar vulneración a la Ley núm. 172-13 sobre manejo de datos, sino también, por ejemplo, a la autonomía constitucional del Banco Central, cuya posición constitucional «es incompatible con la tutela jurídico-administrativa, que es una forma de relación intersubjetiva y horizontal caracterizada por la potestad de dirección de un órgano mayor sobre un órgano menor» para impedir sujeción o vigilancia de ningún ente o institución de los órganos constitucionales financieros como el Banco Central o la Junta Monetaria. (Sentencia TC/0001/15). La legislación bancaria y financiera es tan relevante que según el Art. 232 su naturaleza ha sido definida de super-orgánica.
Mutatis mutandis, en situación parecida o similar se podrían encontrar el Ministerio Público (en lo adelante «MP») y otros órganos extrapoder, como la Cámara de Cuentas, el TC o el TSE. También esto podría extenderse a los Poderes clásicos del Estado: Poder Legislativo y Poder Judicial a los que podría intentar imponérseles la obligatoriedad de colaborar o entregar informaciones, proyectándose esto en una invasión a sus autonomías constitucionales.
Otro punto a observar desde la cúspide constitucional es la obligación legal de únicamente tramitar y dar conocimiento de las actuaciones investigativas al Presidente de la República, lo cual, para fines de inteligencia y prevención de algún ataque o atentado inminente resulta lógico y saludable. Sin embargo, tanto el debido proceso como el Art. 169 establecen que el órgano encargado de dirigir y promover la sanción de los ilícitos es el MP. Más aún, las infracciones de acción pública son, valga la redundancia, de orden público, y su persecución es obligatoria, irrenunciable e indelegable (arts. 30 y 58 del CPP). Por tanto, desde una óptica constitucional-institucional lo oportuno sería que toda información sobre un hecho punible sea comunicada al MP y judicializada según el debido proceso. Colateralmente, de lo anterior emerge también una antinomia. El art. 12 de la Ley 133-11 faculta al MP a requerir información a otras instituciones para fines investigativos so pena de sanción penal.
Otro aspecto omitido y no reglado es la obligación constitucional de rendición de cuentas al Congreso de todo funcionario (arts. 93 y 94, CRD). La obligación de únicamente poner en conocimiento al Presidente de la información podría crear una especie de reserva legal que obstaculice la labor de fiscalización legislativa.
La más controversial disposición de esta legislación ha sido el art. 11. Este no puede ser leído sino según la meridiana claridad del art. 44 constitucional: El acceso o ingreso a todo espacio privado, correspondencia, datos, o informaciones requiere orden judicial «mediante procedimientos legales en la sustanciación de asuntos que se ventilen en la justicia». Solo existe una excepción válida a lo anterior: el flagrante delito. Solo este o porque no, ante inminente y comprobado atentado a la seguridad o paz interna o externa, podría justificarse la obligatoriedad de entrega de información en sede administrativa.
Como colofón cedo la palabra al TC: para intervenir y acceder a datos e informaciones privadas (principalmente de telecomunicaciones) se requiere orden judicial (TC/0200/13) y solo las pruebas obtenidas según las reglas constitucionales y procesales son admisibles para la imposición de sanción penal (TC/01352/14).