Los fundadores de los imperios tuvieron que basar su autoridad y sus leyes, no solo en el poder de las espadas, sino especialmente, obligadamente, en tradiciones y creencias mágico-religiosas. En el estado democrático moderno, la autoridad de la ley aspira a basarse exclusivamente en la voluntad de los ciudadanos, ejercida libremente ejerciendo el juicio racional sobre las conveniencias individuales y el bien común; o, al menos, en la conveniencia colectiva de que el estado y la democracia pervivan.
El sistema democrático, por definición, implica (requiere) la igualdad de oportunidad de los ciudadanos. Igualdad, libertad y fraternidad son tres principios del estado democrático moderno que fueron enarbolados por la Revolución Francesa en 1789 (heredados del cristianismo), los cuales se materializan muy deficitariamente en nuestros países. Pese a tantos sacrificios, no ha sido posible conciliar intereses de ricos y pobres, de letrados e iletrados; ni a los privilegiados de cualquier especie con los socialmente aplazados. Lo cual, en vez de relaciones de igualdad y colaboración entre ciudadanos, origina y profundiza relaciones dominación y conflictos estructurales y clasista de carácter permanente.
Max Weber explicó que la legitimidad del estado se basa en que los ciudadanos aceptan la autoridad y la ley por creer que dicha autoridad viene de Dios o una entidad superior extraterrenal; o por ser parte de la tradición, las costumbres; o por poseerse un don o carisma; o del acuerdo expreso de los ciudadanos. Cada estado, desarrollado o subdesarrollado, suele mezclar estos elementos.
En nuestras democracias perviven demasiados elementos de dominación ilegítima, en base a pura y simple imposición coercitiva, o mediante el engaño, o basados en el temor realista o erróneo de que toda rebelión puede acarrear males peores para estado y ciudadanos. Aún las democracias modernas suelen ejercer sobre la población dosis variables de coerción ilegítima, y hasta ilegal. La población, a su vez, no asume la rebelión, el asilo o la emigración porque no resultan practicables ni realistas. Y aún llega al extremo de acallar y racionalizar la opresión que sufre desarrollando creativas formas de evasión, auto engaño y sometimiento que nunca se expresan en palabras; que jamás son pronunciadas y, probablemente, ni siquiera sospechadas ni pensadas.
Procurando estabilización, aún los estados modernos emplean diversos mecanismos de sacralización de la ley y del Estado, de la forma de gobierno y dominación presentes, en base a la manipulación de creencias, supersticiones y formas diversas de alienación y engaño; que van desde pan y circo, hasta portentosas maquinaciones propagandísticas. Infaltablemente, se celebran honras y cultos a ley y al Estado, para convertirlos así en categorías abstractas, sagradas. Se preparan rituales periódicos para que el pueblo internalice la idea de que violar la Constitución es como faltarle a Dios, o a su propia madre. Los que la violan consuetudinariamente se echan fresco al desgaire, porque no creen esos mitos (solo los utilizan como instrumentos de dominación). Al tiempo que se ríen, como pensando que a la que se fornica no es la madre de ellos, sino la de los otros.