La corrupción debe ser examinada, por lo menos, desde la mira histórica y la sociológica.
Primeramente está el sistema de dominación colonial: Un Estado al que solo pertenecía una parte de los propios europeos, y otros blancos aventureros que no pertenecían ni a la nobleza ni al Estado español. Tras el descubrimiento de México y Perú, la Hispaniola fue abandonada en manos de funcionarios de tercera clase, y de extranjeros, a menudo segundones, portugueses y sefardíes, llegando en a ser el territorio más corrupto de todos los colonizados por los europeos, durante los siglos que siguieron, hasta la independencia de Sánchez Ramírez (Deive).
Peor aún, se trataba de un territorio donde unos pocos eran “la sociedad” y las mayorías mestizas, “los criollos”, eran de segunda o de tercera, y los esclavos africanos y algunos nativos supervivientes sencillamente no pertenecían en absoluto.
Desde el inicio fue el desastre, peor del lado haitiano debido a la espantosa colonización y explotación francesa.
“Ser de aquí” tomó siglos para convertirse en “ser dominicano”, un proceso enajenado de dolorosa toma de conciencia, de ser parte de una “cosa nostra” (res pública) en la que nunca se ha logrado a una verdadera noción de propiedad y de pertenencia al sistema institucional formal. El nativo, el criollo, negro, mulato o mestizo fue un merodeador, “maroteador” de lo ajeno y del procomún, depredador del Estado, un sistema de propiedad ajena (estatal o comunera), siendo extraño a toda función de control y participación política.
Hasta hoy, el dominicano, cuando es parte del Estado, es en calidad de cliente de un sistema corrupto de partidarismo. Y va al Estado, sin ser parte del mismo, a medrar y depredar.
El ciudadano es una figura institucional de rol-status que está todavía in fieri (por verse).
El Estado es un ente históricamente ajeno, marginador, apartador, alienador, que no ha sido capaz de definir una estrategia de empoderamiento y participación en el sistema de las naciones y los poderes mundiales; que se mueve torpemente entre los esquemas institucionales modernos-desarrollados y esquemas primitivos de doble y ambigua condición; entre los valores tradicionales y adscriptivos, y el talento y el logro, por otro lado; entre la consanguinidad y el afecto, por un lado y, por el otro, los rigores de la objetividad y neutralidad ética que demanda la modernización tecno-industrial e institucional.
Un país de precaria dirección autónoma, sometido a vaivenes de grandes intereses hemisféricos; que implican subyugación e imposición de una división internacional del trabajo, que apenas se diferencia de formas neo colonialistas; que fuerzan al actor nacional a ser tan solo una caricatura de los modelos de ciudadanos de los países desarrollados. Al extremo de que hasta la definición de “nuestros problemas” se hace en base a conceptos y normatividades foráneas, de culturas desarrolladas y civilizadas. Similarmente, nuestros símbolos de estatus son importados.
Se trata de una deformación-corrupción socio-histórica que define lo local en base a referentes institucionales foráneos, a los que, se supone, debemos aspirar, no necesariamente como aspiración autónoma y autóctona y nuestra.