La crisis económica global
¿Es la crisis global resultado de una excesiva regulación?

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Según la literatura económica, a una política monetaria expansiva le sigue una primera etapa de crecimiento económico y grandes beneficios empresariales. Eso fue lo que aconteció en las postrimerías del nuevo milenio. Pero resulta que entre 2001 y 2002, la burbuja bursátil mundial formada en torno a las compañías tecnológicas se desinfló.

El titular de la Reserva Federal de los Estados Unidos (FED), Alan Greenspan, pretendió evitar (o, mejor dicho, posponer) una recesión económica recortando sucesivamente las tasas de interés desde el 6% en 2002 hasta el 1% en 2004 (una tasa que llegó a ser negativa en términos reales). Esta expansión monetaria y crediticia permitió, al menos momentáneamente, abandonar las expectativas de estancamiento.

Ahora bien, con la serie de eventos ocurridos como consecuencia de aquellas decisiones muchos economistas y analistas han llegado a sostener que la escasa regulación de los mercados financieros ha sido la causa de la crisis global. Pero, al parecer, el bombeo sistemático de nuevas informaciones, acontecimientos recientes, y el comportamiento de ciertos indicadores económicos señalan que el verdadero motivo de la crisis global pudo ser exactamente lo contrario a lo que tanto se pregona.

Las raíces de la crisis hipotecaria se remontan al furor de las acciones tecnológicas de finales de los ’90. En el año 2000, el estallido de la burbuja ocasionó fuertes caídas en el mercado accionario y llevó a los Estados Unidos a una recesión. Para limitar la contracción económica, la Reserva Federal, encabezada por Alan Greenspan, redujo fuertemente la tasa de interés de referencia. De 6.24  en el año 2000, la tasa fue bajando progresivamente hasta alcanzar un mínimo de 1.35% en 2004. Ha sido ya muy debatido el hecho de que la reducción de tasas fue puramente artificial porque no respondía a un mayor ahorro de la economía estadounidense sino a una expansión crediticia de la Reserva Federal. Pero fue gracias a estas tasas, que muchas firmas pudieron emprender proyectos de inversión que, en condiciones normales, habrían resultado inviables.

Formación de las burbujas.  Debido a una legislación favorable para el sector inmobiliario, este rubro concentró la mayor parte de las inversiones. Se formó así lo que conocemos como “burbuja hipotecaria”. La política de “dinero fácil” de la FED se plasmó en una explosión del crédito al consumo y para la compra de viviendas. Millones de personas aprovecharon la situación para comprar viviendas. Así, se registró un notable incremento de la demanda de inmuebles, con el consiguiente aumento del valor de las propiedades.

La competencia entre prestamistas por capturar la mayor parte del mercado los llevó a desarrollar opciones crediticias que mantuvieran bajas las cuotas mensuales. Así, se ofrecieron créditos de tasa variable con tasas reducidas o hipotecas que exigían apenas un mínimo pago inicial y cero repago de capital en los primeros años. Gracias a estas facilidades, millones de estadounidenses compraron su primer inmueble o refinanciaron sus hipotecas. Pero, en medio de la ola de optimismo, pocos se preocuparon de que aquellos créditos baratos incluyeran un incremento en los pagos mensuales en algún momento futuro de la vida del préstamo.

El aumento de la demanda impulsó la construcción residencial (en Estados Unidos, se construyeron más de 4.6 millones de nuevos hogares entre 2003 y 2006) y fuertes alzas de precios de las ya existentes (el incremento alcanzó el 40%, entre 2002 y 2006). Así, con el tiempo, parte de la expansión crediticia se volcó a otros sectores. La burbuja dejó de ser puramente hipotecaria para convertirse también en bursátil. Entre 2003 y 2006, el Dow Jones creció, sin considerar los dividendos, un 45%. De este modo, en la fase previa a la actual crisis, los extraordinarios beneficios se manifestaron en las grandes alzas de Wall Street y en las ganancias de compañías constructoras como Meritage Homes, Cetex Corporation, Lennar Corporation y DR Horton Inc.

A medida que la industria aceleraba su crecimiento, la calidad de las hipotecas comenzaba a deteriorarse. Para capturar mayores cuotas del mercado, muchas instituciones otorgaron préstamos a individuos con elevados indicadores de riesgo crediticio, de bajos ingresos o con falta de documentación apropiada. En este marco, se tomó una decisión que habría de resultar enormemente costosa en el futuro.

Los prestamistas “securitizaron” las hipotecas. Es decir, crearon bonos hipotecarios cuyo pago al tenedor dependía de que los deudores hipotecarios abonaran sus cuotas. Luego, vendieron estos papeles en el mercado. Para los bancos, esta maniobra tenía perfecto sentido. En efecto, al vender aquel bono en el mercado, se reducía el riesgo para ellos en caso de que aumentara la tasa de default de deudores hipotecarios. Y, gracias a esta práctica, los bancos hipotecarios consiguieron más dinero para otorgar hipotecas.

Pero entonces la burbuja explota cuando el propio Alan Greenspan (2008) relata en su reciente libro “La Edad de la Turbulencia”, su intención ante el congreso norteamericano de aumentar la tasa de interés para prevenir los primeros indicios de inflación en los Estados Unidos. Así, en poco tiempo, la tasa de referencia trepó del uno hasta el 5.25%. De esta manera, la contracción del crédito no sólo redujo la demanda de propiedades y sus precios sino que también elevó las cuotas de aquellos que habían comprado sus viviendas a tasa variable.

Los bancos comenzaron a experimentar grandes aumentos en la morosidad y los efectos se extendieron al mercado bursátil, manifestándose, desde principios de 2007, en las caídas de bolsas de todo el mundo. Las instituciones financieras, incapaces de recuperar el valor de los créditos otorgados, salieron a liquidar activos financieros, agravando el derrumbe de los precios.

Desde 2004, cuando la FED contrae la oferta monetaria, muchos proyectos, que quizás aún no han sido completados, dejan de ser rentables. Y los recursos que ya se han invertido en ellos no pueden utilizarse en otros proyectos. Prácticamente toda la inversión ha sido perdida. En pocas palabras, no sólo se ha invertido mal, sino que se ha retrocedido. Es decir, se ha «destruido» capital en términos económicos. En este contexto, muchas empresas reducen sus actividades y despiden trabajadores. Así es como la tasa de desempleo en los Estados Unidos ya ha alcanzado el récord de los últimos diez años. Por ello, los efectos de la crisis sobre la economía real ya se están haciendo sentir con reducciones en la producción y el empleo.

La efectividad de los planes de rescate coordinados por distintos gobiernos del mundo incluye mayores garantías para ahorristas y nacionalizaciones de bancos. Las pérdidas son socializadas y los tenedores de monedas perderán en el largo plazo por el impuesto inflacionario que generarán los gastos gubernamentales para el salvataje financiados con grandes inyecciones de liquidez. Pero, más allá de las medidas de estabilización, lo que es un hecho es que la crisis económica mundial llama a una revisión profunda de los mecanismos regulatorios de los sistemas financieros globales.

La respuesta a la crisis

Hoy día una de las opciones que se le presentan a los Estados Unidos para amortiguar los efectos de la crisis económica global es tomar una decisión similar a la que tomó la FED con Greenspan al mando en el año 2002. Es decir, reducir artificialmente las tasas de interés y generar un nuevo auge económico. Sin embargo, esta medida no es muy atractiva porque nos llevaría a otros episodios similares en algunos años. Es por lo que otros llaman a regular mejor los mercados y abandonar la “liberalización financiera”. No obstante, justamente hemos llegado a esta crisis por intentar emular, en materia monetaria, las políticas que Karl Marx proponía en su “Manifiesto Comunista” o John Maynard Keynes en su “Teoría General”. 

Porque la crisis se ha generado por el intento del gobierno de gestionar las variables monetarias, decidiendo la cantidad de dinero que debe haber en circulación y controlando a partir de allí el nivel de tasas de interés, del tipo de cambio, de generación de empleo e incluso la tasa de crecimiento económico.

De hecho, si hay algo que el sistema financiero actual tiene son regulaciones y controles.

La cifra

3.0% ha  sido  la tasa de crecimiento promedio del PIB real de la economía norteamericana entre  1987 y 2007. En ese lapso, el déficit de la balanza comercial y el déficit fiscal  representaron un promedio de 2.9 y 2.1% del PIB, respectivamente.

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Las lecciones

El aprendizaje que dejan las crisis económicas no es prolijo ni completo si, al mismo tiempo que se gana en experiencia para superar futuras crisis, no se aprende también a detectar su origen para impedir su reiteración. Afortunadamente hay una forma de evitar que estas cosas vuelvan a suceder. Basta con realizar un análisis de la dinámica de cada una de las variables que intervienen en el sistema, y de cómo éstas se encuentran relacionadas entre sí.

Identificando cuáles de todas estas relaciones son capaces de desatar un proceso de crecimiento exponencial, es posible diseñar políticas destinadas a controlar su evolución para evitar que lleguen a alcanzar una magnitud tal que las ponga al borde de la explosión. Claro que esto también implica reconocer una verdad que no siempre se quiere aceptar: el crecimiento tiene un límite. No se puede crecer hasta el infinito, porque mucho antes la realidad nos explotará en la cara.

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