La crítica filosófica del arte: Tres momentos

La crítica filosófica del arte: Tres momentos

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Entendida en sentido clásico como disciplina humanística, originada en la filosofía, la estética abarca todo el campo de la producción sensible. Simplificando casi al extremo, en una síntesis apretada que podría pecar de reductora, considero que la crítica filosófica del arte conoce tres grandes momentos (entendiendo por ello momentos histórico-culturales, también desde el punto de vista del movimiento de la conciencia): el momento clásico (platónico-aristotélico), el momento moderno-romántico (kantiano-hegeliano) y el momento posmoderno.
El momento clásico. En los antiguos jardines filosóficos, los griegos especulaban y discurrían en torno al arte y lo bello. Lo sensible fue, desde el origen mismo, el ámbito de reflexión de la filosofía del arte y la belleza; así en los pitagóricos, en Platón, en Aristóteles. Entre los griegos, la áisthesis era sinónimo de sensibilidad, sensación, sentimiento. Como disciplina, la filosofía del arte es anterior a la estética o estudio de la belleza. Si Baumgarten es el padre de la estética moderna, Aristóteles es el fundador de la filosofía del arte.

El idealismo platónico plantea la relación estética entre “modelo” y “copia”, entre “proyecto” y “realización”. Al pensar la relación entre arte y conocimiento, declara que el arte no es una forma de conocimiento, y que, por tanto, no puede conocer la esencia ideal de los objetos de este mundo. Las formas artísticas son puramente imitativas. Se degrada el arte por ser mera imitación en tercer grado: copia de una copia.
Platón, el “enemigo” del arte y la poesía, es el verdadero iniciador de la crítica filosófica del arte en Occidente. Su discípulo genial, Aristóteles, disiente del maestro, como es deber de todo gran discípulo. Imitar no es degradante, sino una tendencia connatural al ser humano desde su nacimiento. El principio fundamental de la estética aristotélica sobre la relación entre arte y naturaleza es el concepto de mímesis, o imitación de la naturaleza. El arte imita la naturaleza. Este principio rigió durante siglos el pensamiento estético y filosófico. En el medioevo y en el siglo XVI, el Arte Poética asumió autoridad canónica, incluso en el siglo XVIII –ilustrado, racionalista y neoclásico- se convirtió prácticamente en código axiomático, en regla a seguir por excelencia. Las recomendaciones y sugerencias del maestro fueron acatadas y tomadas como si fueran dogmas, artículos de fe inapelables. La frase “magister dixit” zanjaba cualquier discusión medieval. No se apelaba a la búsqueda de la verdad misma, sino a la autoridad del maestro: en esta autoridad residía la verdad irrefutable. En el Renacimiento, el hombre se limita a acatar las reglas o leyes de la naturaleza. El arte es el intento del hombre por imitar la belleza surgida de la mano del Creador. El otro concepto clave se refiere a la función del arte en nuestras vidas: el arte (entiéndase el arte trágico, la tragedia) actúa como catarsis emocional, como purga de las emociones.

El momento romántico-moderno. En un conocido ensayo sobre el nacimiento de la estética moderna¹, el pensador francés Luc Ferry compara la concepción del arte de los mundos antiguo y moderno. Su criterio comparativo es pertinente.

En el pasado clásico, las obras de arte cumplían una función sagrada. En la antigüedad griega tenían como misión reflejar un orden cósmico radicalmente exterior a los hombres. Reflejaban la exterioridad, el nexo con lo divino; tenían una dimensión religiosa. Lo divino era esencialmente lo que escapaba a los hombres, aquello que les rebasaba y superaba. Las obras constituían una especie de “microcosmos”, un universo en pequeño, que representaba las propiedades armoniosas de lo que los antiguos llamaban “cosmos” –esto es, el universo concebido como un todo donde impera el orden, la armonía y la belleza.

La obra de arte poseía una “objetividad”, que expresaba menos el genio del arquitecto o del escultor que la realidad divina que éste captaba como modesto rapsoda. La obra refleja el mundo exterior, el orden cósmico. Por eso nos importa poco conocer el nombre de un artista, la identidad del autor de las obras. Es el caso de las colecciones de gatos en los museos de historia del arte antiguo. Entre los antiguos egipcios el gato era un animal sagrado, dotado de poder y misterio divinos. Las numerosas esculturas nos muestran al gato egipcio, transfigurado en el espacio del arte, en diversas figuras, pero nunca aparece el nombre del escultor. Tal visión del arte y de la obra de arte se corresponde con sociedades religiosas o teocráticas.

Con la modernidad se produce una revolución, un cambio en la percepción de la belleza. El nacimiento de la estética moderna como ciencia está íntimamente ligado a este cambio, a esta revolución de la mirada, y a la filosofía kantiana.

Para Kant, pensador plenamente moderno, el arte es una finalidad sin fin. El artista es una inteligencia que actúa como la naturaleza, con la sola diferencia de que ésta no se propone crear en tanto que aquel sí; como la naturaleza, al crear, el artista no tiene ningún propósito utilitario, ni persigue otro fin que el de la creación misma. La obra de arte es considerada un producto del artista ligado a la realidad, dueño de ella. Las nociones kantianas de autonomía del arte y de “juicio de gusto” desinteresado influyen poderosamente en el movimiento romántico.

A partir de la rebelión romántica se consuma una ruptura con el pasado. En la estética romántica el arte es expresión de los sentimientos y las emociones del ser humano. Nietzsche señala con fortuna que la obra de arte ya no es el reflejo del mundo exterior, objetivo, sino la expresión más acabada de la personalidad del autor. Las obras de vanguardia en los museos y las galerías de arte revelan ahora más los rasgos de carácter del autor que la representación objetiva de un mundo común. Pensemos en los cuadros convulsos y fascinantes del pintor anglo-irlandés Francis Bacon. Sus obras expresan estados de ánimo cambiantes de una personalidad desgarrada y atormentada.

El artista antiguo era más un intermediario entre los dioses y los hombres que un verdadero demiurgo. El artista moderno, el de vanguardia, es un creador ex nihilo –como Dios- capaz de encontrar en sí mismo, y no fuera de sí, las fuentes de su inspiración. De ser mero rapsoda, intermediario entre lo divino y lo humano en la Antigüedad, el autor se transforma en verdadero demiurgo, genio creador, en la modernidad. Se podría afirmar que, si la antigüedad consistía en la primacía del mundo sobre el autor, la modernidad, en cambio, consistirá en la primacía del autor sobre el mundo. Esto se conoce como “revolución del autor”, fenómeno característico de las sociedades democráticas y seculares.

Así surge la moderna noción de autor, de la que nace una exigencia de novedad y originalidad radicales. Al artista se le impone la tarea de ser un innovador original, tarea propia de la ideología de vanguardia, que pretende hacer tabula rasa de la tradición artística. Ahora, como en Picasso, lo bello no es algo que debe ser descubierto sino inventado. Lo cierto es que toda creación artística tiene algo –o poco más que algo- de ruptura y novedad radicales.

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