La crítica social de los intelectuales

La crítica social de los intelectuales

POR JOSÉ LUIS ALEMÁN S.J.
El expresidente Hurtado  de Ecuador escribe en Foreign Affairs en español (mayo del 2005) que para explicar el desprestigio de la democracia y  de los partidos no bastaban los malos resultados económicos y sobre todo sociales de las políticas y de los políticos que las prohijaron (siempre caemos en la trampa de achacar responsabilidad de cuanto nos pasa a  ellas y ellos) sino que era necesario tener en cuenta la crítica sesgada de los intelectuales y de los medios, aunque mejor sería decir de los intelectuales que hablan en o por los medios.  

De similar manera se expresaba Schumpeter en “Capitalismo, Socialismo y Democracia” una colección de sorprendentes análisis socio-económico-políticos  a los que se dedicaba para tomar un descanso de sus mucho más técnicos escritos económicos.

Tratemos de interpretar sus argumentos recordando que la “conversión de las élites” suele exigir la participación de actores externos y que entre ellos figuran los medios y los intelectuales. Para ello es bueno sintetizar algunas de las consecuencias desagradables del capitalismo económico e interpretar desde allí talante y motivos de la crítica social de los intelectuales.

Consecuencias sociales del capitalismo

Se suele atribuir al capitalismo un incremento explosivo de la pobreza y de la miseria. Como en muchas afirmaciones rutinarias hay mucha verdad en este aserto que necesita, sin embargo, ser matizada. Los matices vendrán impuestos por la evolución demográfica de la población, por la ruina de las pequeñas empresas, por la falta de empleo remunerado y significativo de los ahora  mucho más numerosos egresados universitarios y paradójicamente por el vaciamiento de dos instituciones claves de épocas anteriores: la propiedad privada y de la libertad personal de contratación.

El capitalismo vino acompañado, también entre nosotros, por una disminución de la mortalidad causada por adelantos médicos y probablemente por un aumento de los alimentos disponibles por una revolución de técnicas agrícolas previas al capitalismo industrial y por el incremento del comercio internacional. Sin revolución agrícola y sin un grado mayor de comercio internacional, ambos bien documentados en la historia económica,  sería difícil explicar el auge de la fisiocracia de  Quesnay y Dupont de Nemours  y el esfuerzo desplegado en su contra por Adam Smith en su Investigación sobre las Causas de la Riqueza de las Naciones.

El aumento de la población y la mejor tecnología agrícola dejaron sin empleo a   población ya antes algo “redundante” o innecesaria en el campo. La creciente industrialización de las ciudades requería una fuerza de trabajo mayor que se reclutó entre la población redundante en la agropecuaria. Por supuesto hubo un exceso de oferta de la mano de obra inmigrante; el desempleo y la inexistencia de la tradicional red familiar campesina cundió visiblemente en las zonas periféricas urbanas ocupadas ilegalmente. La pobreza, que antes era campesina y menos perceptible, apareció en toda su crudeza a los ojos de los habitantes de la ciudad.

Además de esta prueba experimental de las tragedias del capitalismo, con más verdad y menos claridad, figura el cierre de numerosas pequeñas tiendas y talleres que habían permitido a sus propietarios  grados mínimos de bienestar material y de reputación social pero que ante la concurrencia de empresas más tecnificadas y de productos importados llevaron a sus dueños  al temido ejército de reserva industrial  y  a trabajar “alquilados”. En el Manifiesto Marx se refirió ampliamente a este grupo de pequeños propietarios  quebrados pero tenidos en estima tanto por la población pobre urbana como por maestros y políticos locales. Ellos, era su opinión, formaron el núcleo de los grandes dirigentes obreros o populares, con frecuencia acostumbrados de antaño tanto a interpretar en conversaciones y negociaciones la situación de la sociedad como a defender sus intereses.

Otro tercer efecto negativo del capitalismo fue la falta de empleo bien remunerado del alto número de egresados que producían las antiguas y nuevas universidades. El capitalismo requería  para poder expandirse de más  abogados, ingenieros, administradores, contables y maestros. Su oferta explosiva más que satisfizo la demanda y aprovechó sobre todo a los hijos e hijas de los ricos agricultores y comerciantes y a corto plazo también de los de los pioneros del capitalismo. Los hijos del pueblo que veían en la universidad la oportunidad inesperada  de movilidad social perdían por dos causas, la oferta en exceso de la demanda de titulados y la falta de   capital social y aun humano,  la batalla por empleos calificados en el Estado y en las medianas y grandes empresas.

Más sutil, sin duda y entre nosotros todavía no tan evidente, es una consecuencia institucional pasada por alto: la pérdida de sentido en la gran empresa del elemento personal de la propiedad y de la contratación. Hasta la llegada del capitalismo la propiedad privada urbana de tiendas y talleres   estaba mejor defendida  por la sociedad (incluyendo al Estado) y sobre todo por el propietario. Este tenía un interés personal y familiar en defender a toda costa lo que era fuente de su relativo bienestar y la sociedad reconocía su derecho a un  uso “exclusivo”. El carácter personal de la propiedad se fue diluyendo progresivamente en el capitalismo por la necesidad de las empresas exitosas de incorporar  más capital financiero y más personal calificado a la administración e innovación tecnológica a cambio de acciones. Inicialmente el empresario trató de colocar en  puntos claves de mando a sus familiares y  más tarde a sus amigos (compañías de responsabilidad limitada) pero las serias consecuencias para todos  de un fracaso financiero  lo impulsó en la dirección de  compañías “anónimas” o por acciones. Nacen los ejecutivos asalariados a quienes se recompensa parcialmente con acciones para identificarlos con la empresa y los accionistas. Los administradores tienden  a  asumir la actitud de empleado y no de propietario; los accionistas  a interesarse más en los dividendos que en el manejo de la empresa. Obviamente esta propiedad corporativa tiene su razón lógica de ser pero precisamente en el sentido de  disminuir la responsabilidad propia de la propiedad personal y de disminuir la urgencia por defenderla.

Algo semejante sucede con la institución “contrato privado “ especialmente en el área laboral. La escala del personal imposibilita el trato individual de contratación y favorece formas implícitas o explícitas de tipo colectivo con el costo de pérdida de confianza mutua (apenas cabe el paternalismo) y de satisfacción mutua de obreros y empresarios. Con frecuencia los obreros manifiestan una actitud agresiva frente a la firma ya que no hay, ni pueden existir  relaciones personales con los ejecutivos. 

Estas consecuencias sociales negativas del capitalismo se acentúan por una  competencia interempresarial que descansa en ventajas tecnológicas y de costos y que se manifiesta en precariedad del empleo y de su remuneración. De hecho la mayor parte de la población en América Latina afirma en las encuestas de Latín barómetro que el desempleo es una posibilidad que teme tener que enfrentar en el próxima año.

En resumen aun aceptando la mayor eficiencia macroeconómica y mayor productividad microeconómica de un  régimen capitalista en lo que se refiera a  mejores posibilidades  de ascenso para los más ambiciosos, a un acceso más general a  bienes de consumo de utilidad cuestionable y a mayores derechos personales y políticos,  parece innegable el hecho de que en él muchas personas se sienten económicamente  amenazadas o maltratadas y disminuido el capital humano de experiencia profesional adquirido en años. No es de extrañar que una parte considerable, quizás mayoritaria, de la población en las antiguas repúblicas de la URSS muestre un grado apreciable de añoranza por tiempos más seguros y… conservadores.

Los intelectuales

  No son intelectuales los egresados universitarios, los científicos o las personas letradas y cultas. Todos ellos pueden serlo no por sus estudios ni por su ingenio sino si se dedican a la crítica social formulando  frustraciones y aspiraciones de los estratos más populares, atribuyéndoles  diagnósticos, ofreciendo  soluciones y hasta acuñando lemas de acción para los dirigentes sociales. Ejemplos notables fueron: “la propiedad es un robo” de Proudhon, la  historia como “lucha de clases” de Marx, “el Estado es el enemigo” de los anarquistas no por la magia de las palabras sino por su impacto emocional y por lo menos parcial verosimilitud.

Schumpeter al analizar la personalidad del intelectual y del periodista, los críticos sociales por excelencia, recalca los siguientes rasgos: son personas con preparación universitaria generalmente en derecho, periodismo  o ciencias sociales, resentidas con una sociedad que no los aprecia ofreciéndoles  empleos  bien remunerados y prestigiosos cónsonos con su importancia social, y que se dedican como forma de ganarse la vida, al ejercicio de la palabra escrita y oral para lo que necesitan contar con  el apoyo indirecto de algún mecenas (propietario de periódicos, dirigentes políticos…).

La pluma de Schumpeter resulta especialmente cáustica al tratar de explicar estas cualidades del intelectual: “De hecho los intelectuales  están dotados con el poder de la palabra y con una característica que los separa del común de los profesionales: la ausencia de responsabilidad personal en los asuntos públicos. Esta característica es responsable también de otra carencia: la del conocimiento de primera mano que sólo la experiencia ofrece. La actitud crítica que nace de considerar la sociedad como mero espectador -a veces como un “outsider”- se complementa con el hecho de que su principal medio de llamar la atención y de afirmarse a sí mismo es su valor actual o potencial de irritar a otros”.

Ilustrativo es el ejemplo de Voltaire con cuyo retrato caricaturizaba la personalidad del intelectual: “su misma superficialidad que le permitió hablar de todo desde religión hasta óptica newtoniana unida a una indomable vitalidad y a  una insaciable curiosidad, perfecta  ausencia de inhibiciones y  certero instinto para aceptar el espíritu de los tiempos, permitió a este acritico crítico y mediocre  poeta e historiador fascinar y venderse.  Especulaba, trampeaba y aceptaba regalos y nombramientos pero en él existió siempre la independencia sólidamente basada en su éxito con el público”.

Más equilibrado que Schumpeter es Weber al hablar de los periodistas “los parias de la intelectualidad. Nadie cae en la cuenta de que un buen desempeño periodístico exige por lo menos tanto genialidad como la científica especialmente por la obligación de tener que escribir en plazos fijos  y de hacerlo produciendo impacto. Tampoco piensa el público que la discreción del periodista se levanta sobre el promedio, aunque éste es el caso. Casi  nunca se reconoce que la responsabilidad del periodista honorable excede la del profesor… Sus tentaciones son desproporcionadamente mayores… y es visto por sus mismos favorecedores con  desdén y al mismo tiempo temor”.  

Estas descripciones pueden ser fenomenologicamente aceptables pero necesitan una justificación o razón suficiente de ser. Posiblemente la aceptación social de los intelectuales, que han resultado indestructibles en sistemas democráticos, se deba en parte a demostrar el principio de libertad de expresión pero moderada por  leyes, y en parte al aumento de los medios de comunicación que ofrecen a una masa alfabetizada pero escéptica y medio frustrada la oportunidad de oír toda crítica al sistema. El intelectual no crea el espíritu de malestar social descrito en la primera parte sino que lo formula y lo magnifica con acritud e ironía.

En el sistema democrático capitalista resulta imposible usar métodos draconianos inaceptables para el libre juego del proceso económico; hacerlo sería contradecirse. Defender la libertad moderada de los intelectuales es un modo de la burguesía de defenderse a sí misma. “Solamente regímenes y credos no-capitalistas – sean socialistas o sea fascistas- son suficientemente fuertes para disciplinar a los intelectuales. Hacerlo sería reducir la libertad individual. No es probable que un gobierno que lo intentase se detendría ante la libertad de empresa”.

Efectos indeseables pero necesarios de la crítica intelectual social

Indeseables, por supuesto, para las élites en sistemas democráticos de gobierno y de negocios; necesarios porque  los intelectuales no pueden dejar de punzar con sus ácidas observaciones ya que viven de la crítica y su prestigio y posición social depende del grado de irritación que generan. El problema está en que la crítica de personas y de acontecimientos corrientes en una situación en que nada es sacrosanto desemboca fatal y necesariamente en crítica a las clases sociales y a las instituciones mismas de la sociedad y en que la crítica pública escrita contribuye lenta pero continuamente a una deslegitimación del orden social.

El ejemplo del furor provocado por caricaturas publicadas en Dinamarca que representaban a Mahoma y querían criticar prácticas terroristas de algunos de sus seguidores más radicales aunque quizás no más religiosos basta para apreciar el poder irritador de una crítica intelectual posible solo en una país donde la libertad de expresión de la prensa es un derecho del hombre civilizado no aunque pero precisamente porque molesta al hombre aun al hombre religioso.  Para el mismo gobierno danés, que  se “excusó” por la falta de respeto en coordenadas islámicas exhibido por el caricaturista y su editor, la libertad  de  prensa aun en esos casos es más importante que otras consideraciones. En la actual sociedad occidental democracia y libertad de la prensa -quizás no de las personas-para criticar e irritar a cualquier persona o institución son conceptos inseparables.

El poder de esa crítica intelectual y periodística es probablemente mayor de lo que pensamos. Para una sociedad en la que el Estado y todas las instituciones sociales tienden a ser islámicas la más mínima fisura, sobre todo cuando se repite, en la estructura sagrada de un estado religioso islámico  es peligrosa y debe ser enfrentada violentamente. Nada infrecuente es este fenómeno también en sociedades católicas de tiempos inquisitoriales y en otras   modernas de signo leninista.

También el intelectual con su crítica social siembra dudas y desprestigia sistemas de gobierno plagados de limitaciones y hasta de injusticias. Esta función crítica contribuye mucho a desmitologizar el poder absoluto y a corregir sus excesos o sus desaciertos. Sin ella el peligro del abuso del poder estatal tan condenado por los liberales de nuestro tiempo y por los anarquistas de otros siglos sería mucho mayor.

Sin embargo,  hay que reconocer que una actitud crítica total y continua de la sociedad denota una mentalidad unidimensional tan poco humana y seria como la criticada por Marcuse refiriéndose al hombre sumiso de la sociedad capitalista. Ningún intelectual pretende ni quiere estar en el “justo medio” de la crítica y del reconocimiento. Pero toda crítica que sólo es negativa o que  ve el mundo nacional o internacional con los mismos anteojos y pretende además desprestigiar a quienes opinan de otro modo  acaba más bien pronto que tarde por perder vigencia o al menos aburre a los demás. Aduladores e hipercríticos puros acaba por perder vigencia al cambiar las circunstancias. La crítica trascendente tiene que superar la tentación de no saber cambiar en el tiempo oportuno.

Conclusión

Quizás el mejor justo medio asequible a quien se siente llamado a vivir de la crítica social sería buscarse otro modo de vivir sin renunciar a la crítica cuando el esquivo bien común lo exige y tal vez tampoco al reconocimiento cuando las circunstancias parecen demandarlo aun cuando predomine más la crítica que el halago. Esta opción se asemeja mucho al suicidio y entierro de los intelectuales. No es, pues, viable.

Existe, sin embargo, en la prensa internacional, para no hablar de la nacional, otra corriente un tanto utópica orientada  a ejercer una férrea disciplina contra la tendencia a evaluar cuanto suceso o persona se pongan a tiro, y se ponen a tiro cuando llaman la atención, de acuerdo con un esquema personal de interpretación. El ideal sería, entonces, una prensa “informativa” que sólo toma posición presentando caras poco conocidas de  esa construcción intelectual que llamamos “realidad” y renunciando a su evaluación explícita. Aun así hay que reconocer que  la selección de las caras desconocidas de los hechos es en buena parte obra de preferencias personales. En estos tiempos de tolerancia al parecer ajeno (¿o de escepticismo?) esta opinión parece saludable.

Sin embargo, la libertad intelectual no se deja domesticar tan fácilmente. Probablemente hasta es mejor no querer encauzarla en nombre del sentido  o del bien común que precisamente por ser común son bien comunes. Al final cuando intenta uno dar al que todavía es sólo pichón de intelectual un consejo, no pedido casi nunca,  lo más que puede decirse  es “no transijas con tu conciencia”, lo que no es precisamente fácil ni tal vez rentable y ciertamente es demasiado barato.

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