La cronista, el exterminador y el amante

La cronista, el exterminador y el amante

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
En la edición del pasado 31 de octubre del periódico El Mundo, de Madrid, apareció un articulo de su director titulado: Nuevo informe sobre la banalidad del mal.  Pedro J. Ramírez compuso su titulo a partir de un libro de Hannah Arendt, pensadora judía dedicada a estudiar el totalitarismo, las revoluciones, las épocas de grandes conflictos sociales; y los consiguientes problemas morales que surgen en situaciones extremas. 

Hannah Arendt, doctora por la Universidad de Heildelberg y discípula de Karl Jaspers, fue amante del filosofo Martín Heidegger.  Ella asistió en Jerusalén al proceso contra el oficial nazi Adolf Eichmann, lugarteniente de Heinrich Himmler, el responsable del exterminio de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial.  Pudo así observar atentamente su rostro, vigilar sus reacciones, actitudes y gestos, el lenguaje corporal de aquel hombre que todos consideraban un malvado.  Hannah Arendt llegó a la conclusión de que Eichmann era un burócrata que no odiaba a los judíos; los sacrificaba en los campos de concentración con un estilo «formulistico» e impersonal, como quien administra un matadero de pollos.

El escrito del director de El Mundo desenvuelve, con precisión y claridad, un tema intelectual que va a parar a la noción de responsabilidad en los actos humanos.  Moviliza las ideas de Hannah Arendt y las conecta con Bertrand Russell, Federico Nietzsche y la responsabilidad penal de los gobernantes, hasta desembocar en la política española reciente.  Un tema del cual me aparto por no conocerlo suficientemente.

Muchos lectores deben recordar que Eichmann fue secuestrado en Argentina por la policía secreta de Israel, llevado a prisión, sometido a juicio y condenado a muerte.  Hannah Arendt nos dice que Eichmann «no era Yago ni era Macbeth»… «ni un pervertido ni un sádico»… El teniente coronel nazi era, a su juicio, «terrible y aterradoramente normal».  Es aquí donde encaja el sobrenombre del libro de la antigua profesora de la Universidad de  Princeton: «Un informe sobre la banalidad del mal».  A la hora de morir Eichmann «lanza vivas a sus tres patrias – Austria, Alemania y Argentina -«, nos informa Pedro J. Ramírez.  La publicación, en 1963, de Eichmann en Jerusalén, puso a Hannah Arendt en la cumbre de la notoriedad.  Desde entonces no ha cesado la controversia.  (El libro ha sido reeditado en Barcelona por Lumen, 2000).

El director de El Mundo tiene razón en todo cuanto dice en relación con Hitler o Stalin o sobre el «inmoralismo» de Nietzsche.  Sin embargo, tendría grandísimo interés tratar de penetrar en el alma de Hannah Arendt, que logra contemplar con tanta serenidad al verdugo de los judíos, esto es, de su propia raza. La Arendt traba una larga relación -intelectual y amorosa- con Heidegger, profesor en Friburgo al servicio del gobierno de Hitler.  Heidegger presentó a un ministro del tercer Reich los planes de reforma de las facultades de su casa de estudios, expuso a ese funcionario su concepción de la ciencia.  Mientras el maestro de Hannah, Karl Jaspers, se opuso al régimen de la cruz gamada, a su amante, Martín Heidegger, se le llamo oficialmente «el primer nacionalsocialista rector de universidad». Hay un libro de la Arendt titulado sugestivamente: Hombres en tiempos de obscuridad. Por momentos sentimos la tentación de creer que esta mujer buscaba el dolor, la angustia, de manera enfermiza.  Sus objetos intelectuales eran, al mismo tiempo, personas de carne y hueso que flagelaban a su pueblo, que asumían posiciones políticas en contra de las libertades publicas y de la verdad… filosóficamente considerada.

Días antes de morir, Heidegger confeso a un periodista alemán  que el gobierno de Hitler prohibió comentar su ensayo La teoría de Platón sobre la verdad.  El partido nazi condicionó primero y suspendió después, la venta de dos conferencias de Heidegger: ¿Qué es metafísica? y La esencia de la verdad.  Quienes lean estos textos hoy no comprenderán fácilmente las objeciones teóricas de la gestapo.  Martín Heidegger mantuvo su dialogo con el periodista Augstein en septiembre de 1966.  Se publico en español – diez años mas tarde – en diciembre de 1976.  Heidegger vio en el nacionalsocialismo un camino «para encontrar una posición nacional y ante todo social».  En la Universidad de Friburgo los profesores judíos fueron marcados con placas.  Heidegger admite que fue «un fallo humano» no haber asistido al entierro del filosofo judío Edmund Husserl, su maestro, fallecido en 1938.

El mal puede adquirir la forma de irresponsabilidad moral, intelectual, ciudadana, corporativa.  Los militares de hoy podrían no sentirse culpables al lanzar un proyectil balístico contra una población refugiada en un edificio público, si este fuera designado «objetivo estratégico».  Se puede hacer explotar una mina desde un computador; quien opera un mecanismo de control remoto no ve la sangre correr.  No experimenta la emoción inevitable que sigue al garrotazo o a la puñalada.  La «banalidad del mal» es un argumento que ahora sirve para justificar cualquier «atrocidad del Estado», crispación ideológica, «venganza étnica» o ajuste de cuentas.  Hannah Arendt, pensadora judía, estudiosa del totalitarismo, se asomaba a los abismos espantosos de su tiempo cuando miraba a Eichmann o se acostaba con Heidegger.  Falta saber si al hacerlo sentía horror o placer.

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