«En mi casa, cuando yo llego del trabajo siempre tengo que encontrar mi comida sobre la mesa y en ella nunca puede faltar el muslo largo del pollo. Eso también les aconsejo a mis amigos, pues si su mujer no lo está haciendo de esa manera, entonces les recomiendo que abran bien los ojos, porque algo raro está pasando en su propia casa y no se han dado cuenta».
Así se expresaba una persona muy querida, un poco en broma un poco en serio, en uno de esos ocasionales encuentros de amigos. Lo significativo del hecho es que este tipo de comportamiento constituye un indicador de lo que podríamos llamar la cultura del muslo largo. Una cultura con esencia machista, autoritaria y cargada de privilegios a partir del poder. La misma ha permanecido ancestralmente enraizada en nuestra sociedad, aunque se percibe un ligero cambio favorable en las recientes generaciones.
En nuestro país, como en cualquier otro, los privilegios además de estar asociados a la identidad de género, poder económico, político o militar proporcionan una connotación de superioridad en el estatus social a la persona. Todo esto ocurre con el agravante de que ciertos sectores poblacionales lo perciben como algo legítimo. Basta con ser pariente, conocido, allegado o pariente de pariente para también gozar de las bondades del poder, así lo considera mi vecino.
El problema es percibido como tal, pues con el paso del tiempo se ha llegado a concebir como un derecho adquirido con el cargo, que nuestros gobernantes disfruten de una serie de ventajas en contraste con la condición de marginalidad en que permanece la mayoría de la población; incluso, desde distintas instancias de poder del Estado han logrado legalizar un vergonzoso sistema de privilegios considerado por los agraciados como una prerrogativa de todo funcionario público.
Es así como gozar de dos exoneraciones de vehículo en cuatro años se convierte en un derecho defendido por los beneficiarios con el cuchillo en la boca; invitar, igual que en los cumpleaños, a parientes y amigos al festín de becas de estudio en el exterior es un derecho defendido a capa y espada; exigir comisiones para tramitar pagos de instituciones públicas o crear instituciones en la madrugada para en la mañana proveer a dependencias del gobierno, central o municipal, son acciones legales; portar pasaporte diplomático para sacar o entrar cualquier objeto visible no identificado del país, incluyendo personas, no causa asombro; inventar una Ong y agenciarle recursos del presupuesto nacional son atribuciones que vienen dada con el cargo público; disfrutar de más de un salario en el gobierno o elevarlo hasta donde la inflación no lo alcance; traficar con bienes raíces, mejor dicho bienes del Estado y ocupar áreas verdes y costeras o simplemente no aplicar ciertas leyes promulgadas son apenas algunas de las potestades de una persona en función administrativa de la nación o de una parte de ella.
La situación se agrava con la falta de transparencia de las autoridades, al no rendir cuentas de su gestión a la ciudadanía y ésta no demandarlo. Así, predomina un vacío de información en todas las esferas del Estado. En consecuencia, se favorece un ejercicio privado de las funciones públicas, dejándonos la sensación de que estamos ante poderes patrimoniales, absolutos. ¿Acaso no existe otra manera de ejercer el poder que no sea desde esa lógica de la cultura del muslo largo?
Pero el colmo de este proceso de institucionalización del privilegio, es que ahora las ventajas comienzan mucho antes de llegar al poder. Las ciudadanas y los ciudadanos tenemos que pagar muy caras las ruidosas campañas políticas, pues la bachata y el merengue de calle han sustituido las propuestas de los aspirantes, algunos en franquicias partidarias de dudosa procedencia. Con razón en las pasadas elecciones municipales hubo más candidatos que votantes, sin que se pudieran percibir diferencias entre sus discursos, aunque la mayoría de la población no se enteró si los tenían. Ahora en las elecciones presidenciales, sólo en tres partidos hubo alrededor de veinte precandidatos. Hay quienes afirman que así es la democracia.
Definitivamente, estoy convencido de que asumir ciertos privilegios desde los espacios de poder del Estado, conlleva una acelerada dinámica de corromper la vida entera en la sociedad. Esa ha sido la principal opción de la triada: político-pelotero-combero, para uno salir de la pobreza y otros afianzar su riqueza. Y como es de suponerse, me resisto a esa vieja costumbre igual que a todo convencionalismo. Por tanto, al sentarme a la mesa, junto a mis hijos y esposa, trato de que no siempre me toque el muslo largo del infortunado pollo. Ahí se genera una parte del problema.