La decepción como motivo

La decepción como motivo

La familia de Juan Pablo Duarte Diez fraguó en este hijo un carácter en extremo preocupado y responsable. Además, fue individuo de temperamento sensible. Nacido en los días de la dominación haitiana, cuando bibliotecas, escuelas y Universidad se irradiaron de este suelo, fue provisto de esmerada educación. Quinto en una prole de diez hermanos, se diferenció de uno de ellos, Vicente Celestino, prócer independentista, criado por los mismos pechos y bajo el mismo techo. Pero eran distintos.

Vicente Celestino marchó a grupa de mozas mientras dispersaba el ideal independentista. Juan Pablo guardó el amor confesado y el recato al mismo debido para la mujer a la que escogiera como futura esposa en su mocedad. Esa misma pundonorosa conducta la reservó para idealizar la República que soñara.

Ese carácter explica la conmoción que sufriese cuando alejándose de las costas natales, marchaba rumbo a Estados Unidos de Norteamérica, en viaje a Europa. Muchos años después, evocando los sueños del hermano adolescente, habría de escribir Rosa sobre este choque emocional. Su tutor del viaje, don Pablo Pujols, oteaba la costa que se perdía en lontananza. El capitán del navío llegó para hacerle compañía.

Comentaban sobre la opresión a que Haití sometía al pueblo del este de la isla. «Pueblo de esclavos», alcanzó a definirlo el marino. Juan Pablo le salió al frente, y ripostó que era dominicano. Pero el navegante le insistió señalándole que provenía de un país oprimido, que había nacido para ser esclavo.

¿No te da pena decir que eres haitiano?, le preguntó el capitán de la nave.

Y aquella cuestión pronunciada al desgaire, no quedó perdida en el azul del mar inmenso. Acuciado por las fantasías prometidas para un viaje inverosímil, se enervó Juan Pablo ante el aserto. La hermana recuerda de los relatos que hiciese a su retorno, que vuelto al camarote, encendido el corazón de furia, se prometió cambiar ese concepto.

Ese hombre preocupado y responsable a la vez que sensible es el que en edad joven, a su regreso, investiga de dónde salen los manuscritos que se reparten por debajo de las puertas de casonas y tugurios de Santo Domingo. Ellos apuntan hacia las que son las miras que se hizo en el viaje a Europa. Del encuentro que resulta escribirá el prócer José María Serra, casi al concluir ese siglo, cuando se lo pide Monseñor Fernando Arturo de Meriño.

Serra es el autor de los anónimos dominicanistas. Juan Pablo el intrigado inquisidor que desea determinar el origen de aquellas notas tan coincidentes con sus objetivos. Juan Pablo irá a casa de Serra cuando ubica el origen de las notas. Al escribir sobre ello medio siglo después, Serra dirá que quien lo visita no es un hombre de espadas. No es el astuto capitán que pide que los suyos penetren las huestes del dominador para aprender el manejo de sus armas o advertir sus estrategias.

Lo visita el poeta. Ese hombre sensible, capaz de elevar los ojos al cielo y dibujar entre quimeras, la República a la que aspira. Pero es también el hombre preocupado y responsable, capaz de llevar adelante sus proyectos hasta verlos felizmente concluidos. Tan ensimismado y emocionado se encontraba, que el cielo azul, explicó Serra al Arzobispo, se confundía con el azul mismo de sus ojos. Allí estaba, en la sala de su casa, pronunciando el juramento con que concitaría a sus amigos a obligarse a una Patria libre. Allí estaba desplegando con palabras la bandera, y forjando una heráldica de ensueños, bajo la divisa suprema de Dios, Patria, Libertad.

Ese es el hombre que, expulso por sus ideales, se perderá entre las selvas del Orinoco de Venezuela. Lo hará cuando aquellas ilusiones se marchiten en las luchas intestinas, en las pugnas fratricidas, hechas para abonar la tierra nativa con la carne y la sangre de sus hijos. ¿Cómo explicarle a su conciencia este fracaso? ¿Cómo decirle que juzgó indebidamente a sus coterráneos, y que había abierto la jaula de unas fieras?

Ahora, junto al Padre San Gení, habla de Cristo a gente primitiva. Son más tranquilos estos aborígenes, desprovistos de las letras que conociera él de las manos de sus maestros su propia madre primero y la señora Montilla y Manuel Aybar.

La decepción, a no dudarlo, alejó a Juan Pablo de la República que fraguara en sus ideales. En algún momento habrá de escribir respecto de quienes desean que asuma determinadas posturas respecto de la situación política local: «Todos piensan en favorecer sus intereses; ninguno (piensa) en los de la Patria», hubo de escribir en un instante.

Esa indisposición emocional lo llevará a intentar la destrucción de los documentos testimoniales del papel desempeñado en aquella patriótica jornada. ¿Para qué conservar papeles relativos a un sueño que sus coterráneos no desean realizar tal cuál él lo pensase? A poco lo logra, de no interponerse su hermana Rosa, que rescata de la destrucción o del fuego los papeles que legará a la posteridad. Lástima sin embargo, que los únicos papeles que reconocemos y apreciamos quienes debíamos tenernos como herederos de aquellos esfuerzos y sacrificios, son los que tienen valor como moneda.

Y porque él lo ha adivinado, se consagró a aprender y divulgar el mensaje de Jesús en las selvas del Orinoco. De allí únicamente saldría al enterarse de la anexión, para recibir nuevos desengaños en la tierra que ayudó a hacer Patria libre.

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