La decisión del juez Ortega Polanco

La decisión del juez Ortega Polanco

El garantismo penal y procesal ha reverdecido gracias al caso Odebrecht. Da gusto ver cómo juristas y comunicadores tradicionalmente tan anti garantistas que han llegado al extremo de denominar al Código Procesal Penal (CPP) el “Código del delincuente”, “una imposición gringa para un país cuyos ciudadanos no son suizos”, hoy se unen a quienes siempre hemos criticado al populismo penal y se decantan por un Derecho penal mínimo y hasta abogan por un Derecho de penas no privativas de la libertad, eso sí, solo para el disfrute exclusivo de empresarios y políticos.
Este no es el caso de los abogados que, coherentes con sus antiguas posiciones garantistas, en el proceso de la solicitud de imposición de medidas de coerción presentada por el Ministerio Público ante el magistrado Francisco Ortega Polanco, han alegado la improcedencia de dichas medidas y la supuesta inconstitucionalidad de algunas disposiciones del CPP que sirven de base a las mismas, en específico de las incorporadas por la reforma de 2015, una clara involución en relación al CPP original. Pero sí lo es el de quienes -en su afán de desembarazarse del escrutinio por parte del sistema interamericano respecto a la barbárica desnacionalización de los dominicanos hijos de padres en situación migratoria irregular, combatida con la ley de regularización justa y valientemente impulsada por el presidente Danilo Medina- han defendido -basados en un improcedente nacionalismo jurídico incompatible con la cláusula constitucional del Estado abierto al Derecho internacional y el carácter constitucional de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH)- la sentencia TC/0256/14 del 4 de noviembre del 2014 del Tribunal Constitucional -que dispuso la nulidad de aceptación de la competencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH)- y hoy se presentan como unos fervientes partidarios de la vinculatoriedad de la jurisprudencia de la Corte IDH.
En este sentido, independientemente de que el Estado dominicano ha claramente aceptado la competencia de la Corte IDH –al extremo de nominar una jueza dominicana que fue integrada a ese órgano y nombrar abogados para su defensa en los casos ante esta Corte-, de que solo dicha Corte es competente para declarar nula la aceptación por nuestro país de su competencia y de que ni siquiera con la denuncia de la CADH es posible escapar a un convenio que fue constitucionalizado en 2010, la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional y de los Procedimientos Constitucionales establece que las decisiones de las cortes internacionales de derechos humanos son vinculantes para el país (artículo 7.13), lo que no ha contradicho nuestro TC, tribunal que incluso cita prolijamente en sus sentencias las decisiones interamericanas. De ahí que disentimos del criterio del juez Ortega Polanco para quien “la ratio decidendi configurada por la” Corte IDH “para la solución del caso Chaparro Álvarez y otros vs Ecuador, así como otras de índole similar no son vinculantes con respecto al Estado Dominicano”.
En Chaparro, la Corte IDH considera que “la privación de libertad del imputado no puede residir en fines preventivo-generales o preventivo-especiales atribuibles a la pena, sino que sólo se puede fundamentar […] en un fin legítimo, a saber: asegurar que el acusado no impedirá el desarrollo del procedimiento ni eludirá la acción de la justicia”. En esta línea, el CPP reformado en 2015, si bien dispone tomar en cuenta “la gravedad del hecho que se imputa, el daño ocasionado a la víctima y a la sociedad, así como la pena imponible al imputado en caso de condena” y “la importancia del daño que debe ser resarcido y la actitud que voluntariamente adopta el imputado ante el mismo” (artículo 329, numerales 3 y 4), se trata de elementos que permiten “decidir acerca del peligro de fuga el juez” pero no son supuestos autónomos del peligro de fuga, fundamento exclusivo de las medidas de coerción. Por eso, estos textos del CPP son convencionales –y, consecuentemente, constitucionales- a la luz de este precedente interamericano, cosa que no ocurriría si se entiende que los mismos –así como los supuestos del artículo 234 del CPP- consagran causas independientes del peligro de fuga. Pero, obviamente, el juez no abordó esto pues no reconoció valor vinculante a la jurisprudencia interamericana de derechos humanos.

En todo caso, si bien es totalmente coherente con una continua y amplia, aunque infundada jurisprudencia criolla que la valida, resulta problemática la afirmación del magistrado Ortega Polanco de que “para determinar la procedencia o no de una medida de coerción no basta con la posesión de arraigo y falta peligro de fuga”, a pesar de que considera que la prueba presentada por los investigados no había bastado “para restar crédito” a los “presupuestos para la medida de coerción”. Esto último demuestra que el juez, dentro de los amplios márgenes de discrecionalidad –que no de arbitrariedad- que le confiere el CPP, encontró suficientemente reunidos los elementos para determinar la existencia de un ostensible y probado peligro de fuga, muy probable según afirman algunos cuando estamos en presencia de encartados poderosos, tal como alegó el Ministerio Público, quien justificó sobradamente –con la prueba mínima pertinente y requerida legalmente en esta etapa del proceso, cuando falta todavía la acusación, la instrucción y el juicio- medidas de coerción nada inusuales en una cultura jurisdiccional lamentablemente muy sensible al extendido clamor popular –hoy expresado en la Marcha Verde- de que es espurio todo proceso sin presos. Estas medidas fueron justamente particularizadas y graduadas por el juez, conforme la ley y la situación personal concreta de cada encartado, incluyendo a los legisladores –inmunes, mientras gocen de la protección a la función legislativa, a la prisión preventiva pero no necesariamente a otras medidas de coerción-, por lo que, en principio, serían ajustadas a nuestro ordenamiento jurídico.

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