La democracia de los feos

La democracia de los feos

 POR JULIO CÉSAR CASTAÑOS GUZMÁN
Tanto el «Patito Feo» como «La Cenicienta» representan en su estructura de cuentos ejemplares «o fábulas morales» la reivindicación de la fealdad por la virtud que alcanza la belleza. Representan, además, el caso de aquellos feos que son abusados, desconsiderados y tenidos a menos; pero, que a su tiempo son premiados y exaltados por el elemental triunfo del bien que se hace esperar, y que ineluctablemente llega.

Hay otros feos, siempre celebrados y llevados  a la categoría de divos por las multitudes, que guiadas por un instinto infalible hacen un reconocimiento al talento artístico. Véase el caso paradigmático de Sammy Davis Junior. 

Si lugar a dudas que nadie ha escrito sobre el tema con la crudeza de Mario Benedetti en esa obra maestra que es «La noche de los feos», que plantea el drama del encuentro a la salida del cine, de un hombre y una mujer, que desconocidos se reconocen en la mutua tragedia de sus caras desfiguradas y en un desenlace, hacen el amor desde la compasión compartida de su recíproca desventura.

La belleza como propiedad de las cosas que produce deleite espiritual y que viene a ser de un apreciable valor aún en términos sociales, pudiera resultar ciertamente inconveniente en tanto se ensoberbezca la persona con dichos atributos, como Lucifer otrora el más bello de los ángeles en el cielo, y que rebelado contra Dios fue rebajado a la condición de ángel caído y precipitado a los infiernos.

O, en la sedición contra el Rey David protagonizada por Absalón su propio hijo, de quien dice la escritura que siendo poseedor de una hermosa cabellera, que se la cortaba una vez al año, quedó colgando por ella de una encina en pleno combate mientras la mula que montaba lo dejó en la estacada, suspendido en el aire, al momento que fue alcanzado por los dardos fatales de los arqueros de David.

Afrodita, diosa de la belleza, tiene una pasarela en cada tiempo, ya es Cleopatra rebañada en leche de burra que seduce a Julio César; ya María Antonieta, que entre el talco de las pelucas se opone a las reformas en Francia; o, es Josefina, inquietando a Napoleón Bonaparte. 

Hoy es Claudia Schiffer “la supermodelo” posando en los grandes desfiles de moda; o esa escultura de celuloide viviente que es Sharon Stone en la pantalla de cualquier cine; o “Doña Bella” en la telenovela brasileña.

Abraham Lincoln no era precisamente la imagen de Adonis, sino que parecía más bien, un Quijote con sombrero de copa negro, un caballero de triste figura; sin embargo, en el debate con el aristocrático y bien parecido Douglas, fue la belleza interior del razonamiento fulgurante de Lincoln lo que registra la historia que impactó a la sociedad norteamericana. Incluso al Sur, que durante la guerra de secesión combatió al Norte (representado por el desgarbado abogado de Illinois), apoyado en el elegante liderazgo de Jefferson Davis. Pero, los esclavos negros serían liberados, a pesar de todo, desde las propias ideas democráticas de la Constitución norteamericana, que son un canto contra la opresión de los hombres.

No quisiera terminar estas disquisiciones sin apuntar la enorme influencia de la belleza física en la esfera social y política, pese a que como valor cultural que es, está sujeto a variaciones, como por ejemplo el contraste entre las carnes generosas de las Madonnas del Renacimiento y la magra figura sin tetas de Twigui, la “supermodelo” de los años 60. Y en la ruptura que representa el cubismo en las artes plásticas desde los extremos de la “Femme Assise” de Pablo Picasso, que contrasta con las Majas de Goya, ya con la desnuda ya con la vestida.

Pero el morbo público ha disfrutado tradicionalmente en el circo de la mujer con barbas, de los enanos, del hombre más feo del mundo… y por supuesto de John Merit: “El hombre elefante”.

¿Qué lleva a las multitudes a la contemplación de la fealdad fenoménica? ¿Será acaso el miedo a perder la belleza; o, es que hay una belleza en la fealdad? ¿Será que no existe la fealdad, sino que existe la vida representada en pares de opuestos?

Los feos, que somos la mayoría, hemos sufrido en esta gran competencia que es el mundo, al percatarnos de la relación terrible entre belleza y poder, advirtiendo a guisa de Cervantes el peligro de poner los pulgares entre esos dos molares.

De forma magistral, en “Los Doce Cuentos Peregrinos”, de García Márquez, él trae uno con el nombre de “La Bella Durmiente”, que describe la indiferencia de las mujeres bellas frente a los que contemplan sus atributos y que hacen sentir al infeliz observador, de acuerdo a la expresión del roquero español Manolo García: “Como un burro amarrado a la puerta del baile”.

Porque las bestias siempre serán amansadas por las bellas y las brujas pondrán agujas emponzoñadas en los dedales para que ellas duerman y despierten al beso del príncipe.

Y nos harán sentir sutilmente tristes, melancólicos, como apunta Chejov en “Las Bellas”, ante la contemplación de la belleza que no puede ser manipulada, sino que es por sí misma, porque es don y atributo,  y se nos escapa del esquema del merecimiento y el esfuerzo que consigue las cosas. 

Pero, incansables, seguiremos dándonos valor, repitiendo que el hombre es como el oso, que mientras más feo es más hermoso.

Porque querido lector, vivimos, quiéralo usted o no, en “La dulce dictadura de las bellas en una democracia de feos”.

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