La democracia haitiana

La democracia haitiana

JUAN D. COTES MORALES
La problemática haitiana debe ser entendida y analizada desde el punto de vista del interés haitiano y desde el otro lado de la frontera. Pretender hacerlo como dominicanos es un error mayúsculo, en razón de las diferencias sociales, políticas, económicas y culturales, y sobre todo, históricas. Todos los gobernantes haitianos se han inspirado en la magia que lleva envuelto el gentilicio haitiano y en el sincretismo de su propia y única cultura. Desde sus orígenes, Haití es un pueblo diferente y único. Ejemplo para el mundo por haber sido el primero en obtener su libertad y abolir la esclavitud, que es la razón de su justificado orgullo.

Así lo pensaron y sintieron Toussaint, Dessalines, Petion, Boyer, Duvalier, Price Mars y más recientemente, Aristide.

Este último desde un convento católico, del cual fue trasladado a Canadá, y ahorcó los hábitos para en hombros de la voluntad popular ejercer el poder como sus antecesores.

Cuando los quebecois comenzaron en Québec y Montreal un movimiento de protesta antidominicano, por los supuestos maltratos que en las plantaciones de caña de República Dominicana se daba a los braceros haitianos, el tal movimiento conquistó las simpatías del Departamento de Comercio del gobierno de los Estados Unidos de América y de algunas organizaciones internacionales como OIT y American Watch.

Sin embargo, la inexperiencia con que se manejó en el poder el Presidente Aristide, lo llevó a hacer de esa causa, su causa, y denunciar ante las Naciones Unidas (ONU) y el mundo al gobierno dominicano –asumiendo el papel de acusador–, mientras en su país se asociaba a un nuevo modelo de criminales que aplicaban a sus adversarios políticos el famoso collar de goma.

De acuerdo con la historia, desde 1804 hasta la fecha, Haití nunca ha sido libre. Su libertad transita en ancas de la magia, de la hechicería, de la ignorancia y de la miseria más espantosa que haya conocido el nuevo mundo.

Más que de un gobernante y de un gobierno, Haití necesita urgentemente la solidaridad de todos los gobiernos y gobernantes del mundo.

En realidad, nunca nadie se ha ocupado de Haití. Aparentemente, se le ha querido ayudar en nombre de la democracia. Pero, con teoría y principios, no con asistencia masiva y efectiva para combatir la miseria y la ignorancia.

Para todos los fines, a República Dominicana debe vérsele como la natural y mejor aliada de Haití. El presidente Balaguer lo demostró con creces varias veces, incluso, cuando Aristide retornó al poder y a pesar de sus infortunados e innobles desaciertos.

El retorno de Aristide al poder fue un riesgo que no debió correrse, por cuanto él se constituyó en un elemento muy controversial y peligroso para la estabilidad y el orden interno de ese pueblo.

Todo cuanto afecte a los haitianos influye de manera negativa en el ánimo de los dominicanos, muy especialmente en todas las comunidades fronterizas, donde es muy notoria la presencia de cuarterones y rayanos, de una población flotante que tiene ambas nacionalidades y habla ambos idiomas.

La política internacional debe ser orientada hacia los mejores y más grandes fines humanos. La problemática no debe tratarse únicamente desde el punto de vista político. La democracia es un proceso. Nunca debe imponerse. Necesario es ser comprensivos, humanos y solidarios con los haitianos y dejarles en libertad de escoger su propio destino histórico y definir su identidad.

Naturalmente, la frontera debe ser celosamente protegida y guardada por la asombrosa cantidad de armas y drogas que se introducen diariamente para este lado.

Veamos a Haití a través del modelo dominicano después de la muerte de Trujillo.

Todavía estamos edificando nuestra democracia. Y nos tomará mucho tiempo más.

Los haitianos tienen que recorrer todo ese trayecto.

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