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El legado de un siglo variopinto. El mundo político del siglo XX fue precedido entre otras por la idea kantiana de que el ideal político descansaba en el Estado moderno de derecho, independientemente de que éste fuera republicano o representativo. En medio de ese variopinto trasfondo, una especie de ruptura del término democracia surgió en pleno siglo XX: primero con las revoluciones que marcaron el paso revolucionario a partir de 1910 en México y de 1917 en Rusia, y, de manera definitiva, al finalizar la IIª Guerra Mundial.
El escenario ideológico fue disputado por dos actrices. La democracia occidental de la libertad y del Estado de bienestar, de un lado, y, del otro lado, las democracias populares del denominado socialismo real. La diferencia entre ambas democracias, además de geográfica, se encontraba en la economía capitalista de libre mercado más que y no en criterios más formales (derechos políticos y electorales, partidos políticos).
Esa diferencia fundamental introdujo la comprensión de la democracia según la cual ésta deja de ser fundamentalmente cuna de valores, participación, acuerdos e ideologías de la ciudadanía, y pasa a ser “método” para seleccionar por la vía electoral a quienes han de tomar las decisiones políticas en el seno de la sociedad capitalista. Según la formulación dada en 1942 por Schumpeter:
“Método democrático es aquel sistema institucional, para llegar a las decisiones políticas, en el que los individuos adquieren el poder de decidir por medio de una lucha de competencia por el voto del pueblo.”
El debate actual gira de manera predominante en torno a esa comprensión. Unos asumen (los defensores del liberalismo político) como evitable y otros soslayan (los representantes del liberalismo económico) como inevitable que la práctica democrática contemporánea genera desigualdades de todo tipo y por eso comienzan a hablar de “democracia no liberal” y de “liberalismo no democrático” (Mounk); y además por añadidura están los teóricos de la democracia que reivindican ambos liberalismos y los que comienzan a confundirse en ese embrollo (Brenan; Mor).
En cualquier hipótesis, al margen de la batalla de los “ismos” ideológicos, está bien documentado que no todos los miembros de una sociedad hoy día ejercen la misma cuota de poder o disfrutan de iguales derechos y oportunidades equitativas de educación, salarios, posiciones sociales, niveles de desarrollo humano y otras tantas potencialidades.
Luego de la desintegración de la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, en 1991, el debate se renueva más allá de lo que un día se concibió en la órbita hegeliana como “el fin de la historia”, de manera que subsisten nuevos opositores y estos se atrincheran en sus respectivas trincheras.
Como en un juego de tenis de mesa, van y vienen los argumentos de los dos principales contendientes. A decir de uno de ellos, el mercado requiere distintos productos a distintos precios y por esa sola razón, dado que son los actores económicos los que saben lo que hay que hacer, procede limitar a lo indispensable la intervención del aparato estatal en la toma de decisiones de naturaleza económica. Y al buen entender del otro, por el contrario, es el Estado el que ha de intervenir para restablecer el estado de equilibrio social perdido por la fuerza y los intereses del mercado y acabar con los efectos más y menos nocivos de la mutante economía capitalista.
Ideas originçarias. Ese complejo tejido de eventos históricos, visiones y reformulaciones del término democracia, llega a la actualidad histórica dominicana enraizado en cimientos conceptuales que -entre muchos otros autores- aportaron filósofos de la talla de Platón y de Aristóteles.
En el diálogo de Platón sobre La República y en el de las Leyes predominaba la idea de que todo el universo político gira en torno al bien común de la ciudad y no alrededor del bien particular del individuo. En su concepción no hay ni asomo ni lugar para el individualismo moderno y su afanoso activismo y mar de opiniones circunstanciales y contradictorias. Más bien advierte que, aun cuando a modo excepcional existen dos tipos de gobierno -la monarquía o régimen que se concentra en una única persona y la democracia que es el de la “multitud”- la gran mayoría resultan de la mezcla monáquica, democrática e incluso en ocasiones aristocrática:
“Hay como dos madres de los sistemas políticos, de cuyo entrelazamiento con razón podría decirse que surge el resto. Es correcto llamar a la una monarquía y a la otra democracia. De una es la expresión más alta la raza de los persas, de la otra, nosotros. Casi todas las formas restantes, como dije, son variaciones de éstas”.
De su lado, a Aristóteles debemos la primera clasificación de las formas de gobierno en función del número de gobernantes. Así, la monarquía se caracteriza por el gobierno de uno, la aristocracia por el gobierno de pocos, y la república por el gobierno de “la mayoría” -rara vez escribe de “todos”; por el contrario, las degeneraciones de esos gobiernos son: de la monarquía, la tiranía; de la aristocracia, la tiranía; y de la república, la democracia:
“De los gobiernos unipersonales solemos llamar monarquía al que vela por el bien común; al gobierno de pocos, pero de más de uno, aristocracia (bien porque gobiernan los mejores (“áristoi”) o bien porque lo hacen atendiendo a lo mejor (“áriston”) para la ciudad y para los que forman su comunidad); y cuando la mayoría gobierna mirando por el bien común, recibe el nombre común a todos los regímenes políticos: república (politeía) […]. Desviaciones de los citados son: la tiranía, de la monarquía, la oligarquía, de la aristocracia y la democracia, de la república. La tiranía, en efecto, es una monarquía orientada al interés del monarca, la oligarquía, al de los ricos y la democracia, al interés de los pobres. Pero ninguna de ellas presta atención a lo que conviene a la comunidad”.
Aristóteles no confunde el régimen republicano con el democrático, pues según él aluden a principos distintos. El primero es el gobierno de la ley, el segundo el gobierno del pueblo.
Ahora bien, tanto Aristóteles como antes Platón, suscitaron una serie de cuestiones críticas que desde entonces llama la atención. Por ejemplo, como deformación y reverso de la república, ¿la democracia solo presta atención “al interés de los pobres” y no a la “comunidad”? O bien, qué valor tiene esta afirmación aristotélica…
“Las democracias principalmente cambian debido a la falta de escrúpulos de los demagogos; en efecto, en privado, delatando a los dueños de las fortunas, favorecen su unión (pues el miedo común pone de acuerdo hasta a los más enemigos) y en público, arrastrando a la masa. (…) Antiguamente, cuando se convertía la misma persona en demagogo y estratego, orientaban el cambio hacia la tiranía; pues, en general, la mayoría de los antiguos tiranos han surgido de demagogos.”
Y, todo eso, 25 siglos antes de las certeras objeciones de Popper en defensa de la sociedad abierta y en contra de sus enemigos.
Fernando I. Ferrán es profesor-investigador de la Pontificia Universidad Católica Madres y Maestra (PUCMM)