La desaparición de límites a participar en juegos de azar. La proliferación de opciones a poner dinero en manos de la suerte en puestos callejeros y hasta por medios digitales ambulantes tiene a este país (en función de la ausencia de controles) colocado de espaldas al potencial adictivo de las apuestas; una patología capaz de causar estragos en las economías familiares.
A más exposición a las doradas ilusiones del azar, mayores posibilidades existen en los individuos de desarrollar la irrefrenable inclinación a gastar en ciega búsqueda de beneficio fácil obedeciendo impulsos cerebrales similares a los que infunden los narcóticos, solo que estos son perseguidos.
Para reducir los riesgos que corre la sociedad cuando las ofertas de riqueza instantánea pueden motivar problemas de conducta que arrastrarían familias al naufragio, el Estado tiene establecidas regulaciones sobre la distancia que debe existir entre expendios de números en las zonas urbanas y rurales y es ilegal valerse de la electrónica para expandir el mercadeo, restricciones de menguada vigencia.
De ser antes una difusión limitada a cargo de tiendecillas que operaban contados días de la semana, hoy se tropieza con más de una ventana por cuadra para el pago oneroso del «impuesto a la esperanza» que dejó de ser un monopolio estatal para beneficio social. Un esfuerzo (que ya apenas se aplica) para lograr que las apuestas resultaran una renta pública para buenas causas. Una tolerancia contraria a las propias entidades del azar que juegan limpio.