La desigual «copa de champán»

La desigual «copa de champán»

JUAN SIMARRO
Hoy en día nadie es ajeno al conocimiento de que en el mundo hay muchas desigualdades entre los países, los pueblos y los individuos. Incluso hay muchos que son conscientes de que las desigualdades son producto de injusticias y despojos históricos que han empobrecido a muchos pueblos. Es desde este punto de vista que debemos de hablar no de países pobres, o de pueblos pobres, sino de países o pueblos empobrecidos. 

La imagen tan dada a conocer de la “copa de champán” en donde gráficamente se puede ver que la parte superior está ocupada por el 20% de la humanidad, mientras que al resto se le van estrechando las posibilidades de vida hasta llegar al ámbito más estrecho en donde estarían los hambrientos del mundo, es, desgraciadamente, una imagen conocida por todos, hasta por los insolidarios y despojadores del mundo.

Sin embargo, otro de los tópicos que se dan en el análisis de las desigualdades que se reflejan en ese gráfico que se asemeja a una “copa de champán”, es pensar que éstas son solamente económicas y que ya son más o menos estáticas. Pues bien, las desigualdades no son estáticas ni son exclusivamente económicas. Si nos atenemos a los informes del PNUD del año 2003, en más de cincuenta países del mundo la pobreza se agravó durante los años noventa, el porcentaje de los alrededor de ochocientos millones de hambrientos aumentó en más de veinte países, y siguió creciendo el porcentaje de niños que mueren antes de los cinco años. Esto quiere decir que en la época de la globalización, las desigualdades siguen creciendo a pesar de que se está generando más riqueza que en ningún otro momento de la historia.

No vamos a entrar, por cuestiones de espacio, a hacer un estudio de los procesos sobre cómo se fueron construyendo las relaciones económicas a lo largo de la historia. Tendríamos que entrar en cómo las metrópolis consiguen ir sacando los recursos de los territorios coloniales que ocupan, en cómo los países del Sur van perdiendo su soberanía económica, cómo se monta la revolución industrial de los países ricos y cómo todo el Sur pobre se ve rodeado de una creación occidental que ha resultado muy eficaz para los intereses de los grupos económicos de poder: el mercado. También habría que analizar lo que supone la deuda externa que, en nuestros días, está transfiriendo casi cuatrocientos mil millones de dólares de capital al año que pasa de los países pobres del Sur a los ricos del Norte. Además, en la actualidad, los grandes flujos de comercio se dan solamente entre las sociedades ubicadas en el Norte. Del Sur solamente estamos esperando que se nos transfiera la mano de obra barata a través de la inmigración.

Sin embargo, en esa “copa amarga de champán”, en las desigualdades de los pueblos del planeta tierra, influyen otros factores además de los económicos. Importantísimos son los factores culturales, ya que, en el fondo, el sustrato de las desigualdades tiene una base cultural. Los modos en los que las personas pueden acceder a las riquezas, es más un factor cultural que económico. La cultura es la que va fijando los modelos en que se accede a las riquezas, y estableciendo las formas de acceso. De alguna manera es la cultura la que va justificando las desigualdades, así como los derechos y las formas de llegar a participar en los grupos de poder u otras participaciones sociales. De ahí que los valores y las creencias sean importantes para mantener el actual sistema de desigualdades. Pero las culturas se crean, se cambian y se transforman.

Por tanto, los cristianos del mundo, educados en los valores del Reino de Dios, deben ser elementos que lleven valores culturales que vayan mostrando que las cosas no son estáticas, que no es que funcione un mal fatum o destino del que los pobres no pueden salir, sino que las estructuras sociales y culturales pueden cambiar, que se pueden introducir nuevos valores cristianos que hagan saltar en pedazos las estructuras culturales, sociales o económicas que mantienen a más de media humanidad en la pobreza. Debemos ser manos tendidas que esparzan valores diferentes que vayan indicando que la cultura se puede cambiar o hacer una reinterpretación de la cosmovisión injusta que hemos heredado.

Los cristianos tenemos una responsabilidad tal en estas áreas, que nos deberíamos poner de rodillas ante el Señor y decirle simplemente que queremos ser sus seguidores, sus discípulos, sus manos, sus pies y su voz en medio de un mundo de dolor. Quizás, si no es así, la espiritualidad que estamos viviendo no se debiera llamar cristiana, ni siquiera humana.

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