La deslealtad como redención

La deslealtad como redención

El perdurable dilema de la lealtad ha quedado dramatizado en la frase atribuida a Gaius Julius Caesar (44 a. C), al descubrir, pocos minutos antes de su muerte, a su colaborador y amigo entre los insurrectos que con sus dagas ponían fin a su vida en las escalinatas del senado romano: “Hasta tú Brutus”. César había sido traicionado. La deslealtad fue el epílogo del dictador de la república romana.

Desde Bobadilla encarcelando a Colón hasta el transfuguismo político actual- haciendo escala en el engaño de Trujillo a Vásquez, los incontables golpes de Estado, el  tiranicidio y  las tramposerías partidarias- unos y otros se acusan de deslealtad a su conveniencia y gusto.

El concepto es comodín y la  palabra frecuenta los discursos enmarañados de eufemismos y argumentos cantinflescos.

Exigir lealtad absoluta a un ser humano es separarlo de su individualidad aniquilando su discernimiento; es rebajarle a una condición canina distante del elevado escalafón zoológico que ocupamos como especie. (Recuerdo que el perro de mi vecino se llamaba “Leal”.)

En la psicología de extrema militancia, la voz del amo, o las creencias de un  grupo, no se cuestionan. La disensión se castiga y la sumisión se premia.

La exaltación del líder se lleva hasta los límites de la deificación absolutista, quedando el resto ninguneado. 

Ni dictadores, ni gángsteres, ni fanáticos, ni terroristas, ni ninguna otra variedad criminal puede permitir deslealtades en su entorno; en ellas les va el fracaso, la cárcel o la derrota.

En esas organizaciones se utiliza con frecuencia, a manera de insulto disuasivo, el adjetivo desleal para prevenir las dudas en los adeptos.

Ciertas personas y propósitos los hay que por abyectos no se les puede sostener fidelidad. Si mantenemos la devoción no tenemos más remedios que aceptarnos, sin apelación, como secuaces.

Desde el mismo instante en que el sometimiento es incondicional y eliminamos los  valores y  la  crítica,  la lealtad se convierte en complicidad.

Que no se venga con aquello de amistad, de familiaridad,  de compadrazgos y etcéteras justificativos.

El hacerse de la vista gorda es hacerse co-participe del delito.

La deslealtad, cuando en el amigo se descubre al bandido, es la redención, el regreso a lo más particular de nuestra especie: la condición de poder pensar y tener códigos  morales.

Llega el momento en que la arbitrariedad, el crimen y la inmoralidad requieren una impostergable vileza,  liberadora, si se quiere, pues de ella  han surgido no pocas civilizaciones, y con ella se ha dado al traste a más de una tiranía.

No dudemos de que fue esta la razón por la que Shakespeare, conocedor de lo excelso y lo mezquino, en su obra “Julius Caesar”, pusiera en boca de Brutus, mientras asistía al funeral de su víctima, las siguientes palabras: “Yo no dejo de amar al César, pero amo a Roma mucho más”.

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