La desnaturalización de la fe

La desnaturalización de la fe

Cuando Jesús entró al escenario de la vida del pueblo de Israel a través de su encarnación, encontró a una nación controlada por una religión que se había corrompido hasta más no poder.

Desde sus inicios, la fe fue infundida por los patriarcas, Moisés el libertador, los jueces, los reyes que fueron buenos, los sacerdotes y, finalmente, los profetas.

A ellos se les consideraban los pastores del pueblo.

A la entrada en vigencia del ministerio de Cristo, los sacerdotes, los escribas, los fariseos y los saduceos eran quienes dirigían todo lo relacionado con la fe en la nación.

Pero estos fueron los enemigos más grande que tuvo el Maestro durante sus tres años y medio de prédicas.

Tan difícil era la situación, que Jesús cuando instruyó a sus discípulos sobre el comportamiento y facultades que tendrían como ministros de su evangelio en la nación, les advirtió que tuvieran mucho cuidado con esos líderes.

En Mateo 10 el Señor afirmó que los enemigos de la fe los entregarían a los concilios.

Este era un organismo disciplinario, administrativo y legislativo que operaba en el templo de Jerusalén y en las diferentes sinagogas que se habían establecido dentro y fuera del pueblo de Israel.

Estaba el concilio superior, mediano y pequeño. El primero se componía de setenta y un miembros, el segundo de veintitrés y el último de tres jueces.

Las penas que se imponían por las acusaciones iban desde la expulsión, el azote hasta la muerte.

Eran tres instancias malvadas dirigidas por líderes religiosos injustos, amañados y ambiciosos.

Los mismos jueces asesoraban por detrás los juicios y se valían de testigos falsos para condenar a gente inocente.

Jesús mismo fue la gran víctima de este sistema despiadado.

Le siguieron muchos de sus discípulos.

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