La difícil gobernabilidad

La difícil gobernabilidad

R.A. FONT BERNARD
Hace ocho años, aproximadamente, predije que el doctor Leonel Fernández calificaba para ser el heredero político del doctor Joaquín Balaguer. No precisamente su sucesor como dirigente del Partido Reformista Socialcristiano, sino como se está comprobando, como el único líder político del país, investido con la imagen presidencial. Pero como aún se recuerda, puse un condicionamiento expresivamente folklórico, a sabiendas, por experiencias personales, de que el nuestro no es un país gobernable con la letra del Catecismo.

Hubiese sido una irreverencia que me hubiese contraído a igualar los protagonismos de dos líderes políticos, separados no solo por el tiempo, sino además, por las circunstancias de los tiempos en los que les ha correspondido gobernar el país.

Como protagonista de su tiempo, el doctor Balaguer se dejaba mecer por los acontecimientos, sabiendo por antiguas experiencias cuáles son las idiosincrasias que han caracterizado el discurrir histórico de nuestro país. Fue halagador por conveniencia, y a ratos deliberadamente olvidadizo cuando su actitud favorecía sus designios. Pero fue severo a la vez cuando se trataba de la defensa de los símbolos del poder. Fue el príncipe consagrado a la gloria y a la glorificación de su tiempo histórico.

En las ocasiones en las que me he referido a la predicción precedentemente señalada, he tenido presente las diferencias que separan al doctor Balaguer del doctor Fernández. Pero a la vez las similitudes que les aproximan, en las responsabilidades contraídas en sus períodos de gobierno. Para mí, las dificultades que tendrá que enfrentar el Presidente Fernández en este su segundo período de gobierno, son similares a las del doctor Balaguer de 1966. Con la particularidad de que el Presidente Fernández no tendrá que darle la cara a las presiones de una derecha política obsesionada por asumir el poder, y una izquierda revolucionaria que deshonró su misión histórica cayendo en el terreno de la delincuencia, cual fue el caso del doctor Balaguer.

Como ejemplos ilustrativos se me ocurre recordar la actitud valiente y decidida con la que el doctor Balaguer desarticuló el golpe de Estado dirigido por el general Elías Wessin y Wessin, a quien, luego de enrostrarle, cara a cara, su vocación de «conspirador impenitente», años después le reintegró a las Fuerzas Armadas en el más elevado rango militar, para demostrarle que era él, el comandante en Jefe, detentador de la legalidad constitucional que le había concedido el voto del pueblo.

Recuerdo el desprecio con que respondió a la renuncia que le fue presentada por los altos mandos militares, bajo la consideración de que no estaban de acuerdo con una decisión previamente adoptada por él. Les dejó sin destinos, y luego les designó en cargos civiles, y en el caso del general Enrique Pérez y Pérez, en uno de menor jerarquía militar.

Recuerdo la impasibilidad con que ignoró durante mucho tiempo las aspiraciones de mando del general Antonio Imbert Barreras, a quien llegado el caso le prohibió visitar los campamentos militares. No ignoraba que el general Imbert había declarado en determinada ocasión que él «era un conejo» que él se ocuparía de eliminar. Pero no obstante, en el ejercicio de la versatilidad con que ejercía el poder, posteriormente le designó en altos empleos administrativos, y con la Secretaría de Estado de las Fuerzas Armadas, con jerarquía militar, pero sin mando de tropas.

Recuerdo, finalmente, su reconocimiento legal del Partido Comunista Dominicano, para oponerlo ideológicamente a la derecha medieval que se oponía a las leyes agrarias. En su cerrada oposición a los cambios sociales impostergables, esa derecha llegó a patrocinar la llamada «Operación Aguila Feliz», destinada a eliminar físicamente al jefe del Estado.

En la actualidad, son otras las motivaciones, y otros los requerimientos a los que deberá darle cara el Presidente Fernández, en éste su segundo período presidencial. Como hubo de declararlo recientemente, él no ignora la posibilidad de que debido a los ajustes financieros impuestos por el Fondo Monetario Internacional, se produzcan en nuestro país acontecimientos similares a los que en la actualidad se están escenificando en el litoral latinoamericano.

En este segundo ejercicio presidencial, el doctor Fernández es el «solitario del poder», al que hubo de referirse el escritor francés André Malraux. Es el solitario que tiene frente de sí el archipiélago de intereses que configuran la pluralidad de todas las sociedades en el orden universal.

Gobernar en países como el nuestro, conforme lo entendía el doctor Balaguer, supone enfrentar cotidianamente el sempiterno problema de las dificultades. Y en torno a ese compromiso, no se puede ignorar que ocasionalmente no han sido infrecuentes los casos, a nivel universal, en los que, paradójicamente, el político queda mediatizado por los imponderables.

Mandar, en un país como el nuestro –el de más baja moral política conforme lo solía afirmar el profesor Juan Bosch–, requiere una vigilia permanente, tridimensionada, como los ojos del mitológico Argos.

«El buen gobernante», como lo sentenció el Padre Feijoo , «debe ser como un hábil químico, que de todo sabe sacar partido, y transformar el veneno en específico». Fue la habilidad en el manejo de la química política la que favoreció al doctor Balaguer para gobernar en cinco ocasiones, autorizado para decir, en el seno de la Asamblea Nacional, que no tenía compromisos con nadie: «Solo con Dios y con la Patria», como subrayó retóricamente. O como para ganar las elecciones del año 1974, convocando a la masa silente: «Yo o el salto al vacío».

Voluntariamente jubilado de la actividad política partidaria, mi aproximación al doctor Leonel Fernández está centrada en la admiración por sus dotes culturales, y por su ejercicio de la decencia, en una sociedad que en la actualidad asemeja una alcantarilla de inmundicias. Y si en ocasiones me he manifestado públicamente, en sentido crítico contra él, es por que si nos atenemos a la teoría de las curvas históricas, disiente de su proclividad a gobernar, como si se tratase de un ejercicio magisterial.

Si yo tuviese el privilegio de figurar en el círculo de sus más cercanos colaboradores políticos, o si fuese uno de los favorecidos con su confianza personal, me tomaría la licencia de recomendarle que se recluyese como un monje cartujo durante 24 horas, en un ejercicio de meditación, llevando consigo al Quevedo de «Las horas de todos»: «La corona del rey es peso molesto, que fatiga los hombros del alma, primero que las fuerzas del cuerpo».

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