“La divina indiferencia”

“La divina indiferencia”

“Le fueron concedidos muchos años de vida; y con ellos mucho trabajo y mucha pobreza. Todas las esperanzas tenían una cita con la decepción.”
Glenway Wescot “Las abuelas”

El año pasado ( 2011) en la mesa de ofertas de la librería Cuesta encontré un libro que compré por el título: “Las abuelas”.
No sabía nada de ese magistral Glenway Wescott que me abrió a un mundo nuevo de la literatura norteamericana de los años veinte. Me sedujo su prosa lírica escrita para seres humanos.
Marqué, escribí, reflexioné, anoté y lo guardé hasta que hace unas semanas mi médico alternativo descubrió que me seguía doliendo hasta la exasperación la articulación del dedo gordo del pie izquierdo, que eso tiene que ver con la parte femenina del árbol genealógico, con la dominación de género y la auto derrota y, en un ejercicio de constelación familiar descubrimos un punto llamado “la divina indiferencia” que tenía que ver con la indiferencia de los hombres hacia las mujeres por el lado de mi abuela paterna.
“(…) absorta en los deberes maternales y las reminiscencias matriarcales, dio por descontadas todas las decepciones y no esperoó nada para sí misma”.
Los hombres hundieron en la indiferencia a las mujeres de la familia. Esa “divina indiferencia” me recordó la novela de Wescott y la ternura con la que ese escritor norteamericano escribió de los suyos, de los hombres de la familia siempre en el mundo de la decepción y el resentimiento, y en especial de las dos abuelas olvidadas de sí mismas y convencidas de que nadie las quería.
El libro todo rezuma “indiferencia”. Son indiferentes los unos con los otros, las mujeres nadan en indiferencia, no esperan nada para sí mismas y no se creen con derecho a ser amadas, escuchadas ni apreciadas.
Todo es indiferencia y lo que él llama “el misticismo analfabeto” de esa comunidad de pioneros en el oeste entre los que nació.
Retrato familiar similar en cualquier parte del mundo que explica que tanto el patriarcado como el matriarcado son regímenes de poder por lo tanto la gente no importa el sexo nunca es feliz, ni serena, ni plena ni satisfecha con la vida de todos los días.
Glenway Wescott nació en 1901 y murió en 1987. Convivió desde su juventud y toda la vida con su compañero sentimental Monroe Weeler. Juntos viajaron a Francia, se instalaron en la Riviera francesa y allí en 1927 escribió “Las abuelas” que es la genealogía y vida de varias generaciones de una familia del Oeste hasta abarcar casi un siglo de historia de Estados Unidos.
Es la vida de la familia Tower, pioneros en Wisconsin a mediados del siglo XIX, deteniéndose en el nieto Alwyn, que no es otro que el alter ego de Glenway Wescot desde cuya perspectiva se rememoran las vicisitudes de los ancestros a través de un narrador omnisciente.
Retrato de la familia de Glenway
Wescot.
“Las abuelas” se parece más a un álbum familiar que a una crónica del heroísmo. El clima familiar es lírico y de una introspección minuciosa de secretos no confesados: «Todos los secretos de todas las vidas debían de ser así: imposibles de contar», dice el joven.
No obstante, él necesita conocer el pasado: «Hasta que alcanzó la edad adulta, Alwyn Tower fue consciente de que todo el mundo era mayor que él».
Así comienza la novela, y en consecuencia la narración se despliega hacia atrás, ramificándose en sucesivas generaciones, hasta abarcar casi cien años de la historia de Estados Unidos.
Fue considerada por la crítica literaria como «una conmovedora narración de la vida americana”.
Un fresco social de incalculable transparencia y lucidez.
“Reflexivos pero carentes de sagacidad: ni uno de ellos había triunfado en el mundo. Mal aconsejados por su imaginación, nunca se perdonaron los errores cometidos y, en secreto, empleaban esa misma imaginación para perfeccionar su melancolía, al igual que los santos perfeccionan su santidad.
Eran sobrios, religiosos y conscientes de no ser apreciados. En las guerras en las que lucharon nunca alcanzaron el rango que se les suponía, su concienzudo valor quedo sin recompensa”
(…) “trabajaron sin descanso, siempre más de lo que permitían las fuerzas y, y cuanto más trabajaban, más crecía su resentimiento”.
Glenway Wescott nació en Missouri, se educó en Chicago y pertenece a lo que Gertrude Stein llamó “La generación perdida”.
Esa generación que se expatrió en Francia en el período de entreguerras y donde comparten con Ernest Hemingway, Scott Fitzgerald, Gertrude Stein, John Ford Madox, Djuna Barnes, Cocteau, Porter, Somerset Maugham, Colette, Mann, Isack Dinesen, Wilder, Burroughs, Auden, Isherwood.
Wescott llegó en 1925, al París modernista, del jazz y el Dada acompañado de su amigo íntimo Monroe Wheler y se unió a los expatriados de prestigio. Ese descendiente de pioneros nacido en una granja de Wisconsin se convirtió en referencia ineludible para aristócratas y bohemios.
Cronista casi compulsivo que en sus ficciones, incluyendo El halcón peregrino, usaba las entradas y anotaciones de sus admirables diarios, fue presidente del National Institute of Art and Letters en la década de los cincuenta, prócer gay de avanzada que llegó a autodenominarse «Decano de los Homosexuales» y comprometido colaborador en las investigaciones del sexólogo Kinsey durante los años sesenta.
No fue prolífico y su obra de ficción es breve, pero contundente, en algún momento fue “best seller”, alabada por la crítica y traducida a varios idiomas que ahora comienza a ser redescubierta y editada.
A El halcón peregrino de 1940 le precedieron un libro de cuentos y dos novelas, una de ellas, Las abuelas, de 1927, donde narra su juventud campesina.
Luego publicó una exitosa novela sobre la Segunda Guerra Mundial: Apartamento en Atenas en 1945, donde narra la historia de un oficial nazi ocupando el hogar de una familia griega.
En una de sus últimas entrevistas, a la hora de justificar lo poco prolífico que había sido, Wescott afirmó: «Hay dos familias en la literatura: el poseedor de inventiva colosal, siempre predicando… y están esos escritores -yo fui uno de esos escritores- que escriben como seres humanos para los seres humanos. Y que perduran».
La novela más celebrada es “El halcón peregrino”, está narrada por Alwyn Tower, escritor en crisis, inseguro de su futuro artístico y el niño observador en “Las abuelas”.
El argumento y los interrogantes giran en torno de ¿cuáles son las libertades que deseamos perder secretamente?
¿Cuáles los lazos que estamos dispuestos a ponernos encima?
Sobre estas ideas se desliza elegante y lírica la prosa en “El halcón peregrino”.
Es una novela corta que transcurre en una tarde en la campiña francesa, recién pasada la Primera Guerra Mundial, hacia 1920.
Una joven norteamericana vive allí y está en compañía de un amigo que quiere ser novelista (álter ego de Wescott y narrador del libro) una tarde reciben la visita de una aristocrática pareja de amigos irlandeses que pasean por Europa. Pero el personaje cuya silenciosa, apática y bella presencia es clave: es la figura del halcón que la mujer irlandesa lleva sobre su muñeca e intenta domesticar.
Símbolo, metáfora y espejo, el halcón impregna sutilmente las páginas del libro. Porque sobre la evidente libertad capturada, Wescott narra de manera cruel y lucida los motivos que llevan a la gente a domesticarse, a no querer escapar, y a las pérdidas que se pagan gustosas.
Del ave lo sedujo: “La potencia real y metafórica de este ave solitaria y singular que, nunca olvida que alguna vez fue libre, jamás se reproduce en cautiverio, y se deja morir de hambre al llegar el crepúsculo de su talento para la caza”. Santo Domingo, domingo, 17 de marzo 2019

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