La divinidad del deporte

La divinidad del deporte

Sueño con un mundo donde las naciones solo se enfrenten en los estadios deportivos y donde un evento cuatrienal, como las olimpíadas, se efectúe por doquier en forma más frecuente y participativa. Que las palabras guerra, armamentismo y destrucción sean sustituidas por los términos competencia, entrenamiento y noble victoria.

El triunfo de Dallas en el baloncesto norteamericano fue una nueva lección para los que “solamente miran lo que está delante de sus  ojos” y no miran, como Jehová, “el corazón” (1 Samuel 16:7), pues, desde el punto de vista técnico e inversión en  los contratos de James, Wade y Bosh (“Los tres grandes”) los Heats de Miami eran favoritos porque ningún equipo semifinalista lucía con potencial para derrotarlos.

En el 2004 sucedió en béisbol con los yanquis y Boston. Algo parecido ocurrió aquí con el Licey, cuando logró un memorable campeonato siendo etiquetado como “el equipito”.

Olimpíadas viene de Olimpo, un monte donde se suponía que los dioses se colocaban a retozar con los humanos. En Elida, histórica sede de los primeros juegos, se obligaba a los ejércitos a despojarse de sus armas para cruzar. El enfrentamiento entre David y Goliath sustituyó una guerra entre israelitas y filisteos y es proverbial que el éxtasis de la victoria es más embriagante cuando el más débil vence al más fuerte. Por eso, el triunfo de Dallas recuerda la divinidad del deporte porque, no importa que creamos en un solo o en varios dioses, lo crucial es que intervienen para que muchas veces competidores como David (Ortíz) venzan a Goliath (yanquis) no con la fuerza de su cuerpo, sino con la energía de su corazón.    

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