El dominicano tiene sano orgullo personal, de su suelo y de su pueblo
Prefiero empezar por los cibaeños, cuya base actitudinal incluye la noción de “ser persona” y, a su vez, la de ser querido y respetado por otras personas. Fundamentalmente: servir, agradar.
Cuando niño frecuentaba el río Verde, en las proximidades de La Penda, Jimayaco y Cabirmota.
La Penda era el predio de mi bisabuelo, Baudilio Grullón, un liniero, hacendado y tabaquero; acordeonista y bailador; autor del merengue “Juangomero”, compuesto para Lola Pérez, mi bisabuela (Chaljub).
Recorrían mis ojos los patios barridos de los pobres, sus vallados llenos de flores. Aún los pisos de tierra estaban relucientes de arenas amarillas, procuradas en minas cercanas, para lucir pulcritud y buen gusto.
Recientemente, me decretaron covid y me exilié en las lomas del Cibao, por dos semanas para no contaminar amigos ni familiares. No recuerdo mejores vacaciones, con el frescor de la loma y el río cercano, las chorreras a contrapunto con en el intenso “in crescendo vibrato” de las “chicharas”, celebrando jubilosas la llegada del verano. El dúo sinfónico más primigenio y bello del mundo.
Con el diagnóstico “negativo” en mano procedí a visitar familiares y amigos en La Vega, Santiago y San Francisco.
Decidí almorzar en El Pez Dorado con Henki, y saludar a Alfredo y Jorgito. Un filete London Broil, con vino del río Hoja (Rioja), como cuando éramos jóvenes triunfadores en Santiago.
Me paseé para ver los murales de Los Pepines, mi barrio (vivía en la Cuba, próximo a la Calle del Sol). La calle Dr. Joseph Eldon, el magnánimo médico irlandés que cuando Lilís acompañó la construcción del tren Puerto Plata-Sanchez, y se quedó prendado del Cibao.
La intención estética del cibaeño, del que hablo porque conozco y pertenezco a esa gente, es parte muy importante de su personalidad. De gente que se baña en ducha todos los días de su vida; con jabón de olor. Que viste y luce su muda, siempre limpia y planchada, aunque sea muy modesta.
Pasé por Moca, Salcedo y Tenares, con sus murales, y el hermoseamiento de sus entradas y parques.
El dominicano tiene sano orgullo personal, de su suelo y de su pueblo. Principalmente ese que conozco mejor, el cibaeño. Que tiene en su familia su identidad, referencia y pertenencia.
Los cibaeños son proverbiales. Los de Nueva York, pagan sumas mensuales fabulosas para asegurarse que están en el Censo, y en la nómina espiritual de sus gentes. Que los esperan siempre.
Y que saben que eso es muchísimo mejor que pertenecer al Country Club, al Sirio-libanés, al Centro Español o de Recreo. Que sabe que la gente lo respeta por ser persona, no por lo que tiene.
Un argentino escribió: “Soy cibaeño y orgulloso de poder decir, que mi Cibao es lo más regio del país” (Angel Bussy).
Un sentir que se hace más auténtico cuando la fe está “de por medio”; la fe que nos abraza y nos unifica, y se hace manifiesta en cada gesto y cada palabra saboreada con í, bien marcada, que nos recuerda ese “nosotros” tan diferente y noble.