POR JESÚS DE LA ROSA
La sociedad dominicana espera que sus universidades le formen la mano de obra calificada que demandan sus mercados de trabajo; le preparen los estudiosos y practicantes de las artes y las letras; le capaciten los empresarios y políticos innovadores que estimulen las transformaciones sociales: le formen los científicos y tecnólogos que coloquen al país en una posición económicamente competitiva; le proporcionen los talentos que analicen y den respuestas a los problemas que aquejan a la nación; y le formen los académicos y maestros que pueblan y dirijan sus diversas instituciones educativas y culturales.
Las relaciones entre las universidades y los representantes de los sectores organizados de la sociedad han estado y están signadas por una especie de acuerdo desacuerdo que precisan altas dosis de comprensión mutua sobre el papel que a cada una de las partes le corresponde en el servicio de formación y capacitación de los ciudadanos.
Los avatares sociales, políticos y económicos han sido la razón esgrimida por la universidad y por los líderes sociales para justificar sus respectivos planteamientos, contradictorios unos en referencia a los de los otros.
A pesar de ello, la universidad ha cumplido y cumple con su cometido de transmitir y crear conocimientos; y de ser la conciencia crítica de la nación.
Cuando hablamos de universidad nos estamos refiriendo a la institución que heredamos del conquistador español o a la que nació en Europa en conexión con la evolución cultural que tuvo lugar en la Baja Edad Media.
Esa, nuestra universidad, aunque tardara siglos en democratizar sus estructuras y en adoptar como características irrenunciables su independencia de los poderes públicos, ha podido sobrevivir.
La universidad ha venido experimentando cambios en su estructura y composición, en su papel e imagen ante la sociedad, en los objetivos que se traza, y en la organización que toma para alcanzarlos.
El desempeño de la universidad de hoy es mucho más complejo y variado que el de años atrás. La universidad del presente, además de formar y enseñar, debe realizar investigaciones, tanto de aplicación no inmediata como próxima; ésta última en comunidad con el sector productivo: también debe realizar labores de servicios que den respuestas a problemas concretos del medio en que se desenvuelve.
La universidad debe colaborar con la formación continuada de los profesionales que ya dejaron las aulas universitarias, satisfaciendo la creciente demanda de educación de adultos y procurando adoptar el uso de nuevas tecnologías en sus labores de enseñanza, difusión y producción de nuevos conocimientos.
La universidad ha de estar abierta a la colaboración internacional como medio de gran utilidad para mejorar en sus objetivos; y debe ser receptiva a las peticiones de modificaciones en los contenidos formativos de los programas que oferta.
Todo eso lo sabemos, pero, estamos, y estaremos siempre, renuentes a que, en nombre de lo nuevo, a cualquier cosa se le llame universidad.
Es que ningún método de enseñanza ni ningún instrumento tecnológico puede producir el milagro de que un título logrado después de 40 horas efectivas de labores docentes tenga
los mismos alcances fuerza y validez que uno alcanzado en 240 horas de estudios continuos a lo largo de cuatro o cinco años de asistencia a la universidad.
En las décadas de los años 60 y 70, en toda América y en Europa se llegó a considerar la existencia de una relación directa entre prosperidad económica y expansión de la educación superior. Al efecto, los gobiernos europeos y latinoamericanos decidieron en esos años destinar grandes partidas presupuestarias al sostenimiento de las universidades y demás instituciones de educación superior.
Fueron los años de las grandes inversiones en educación superior. Pero, debido al antagonismo existente entre las autoridades de la Universidad Autónoma de Santo Domingo y el gobierno de los doce años la principal institución de estudios superiores del país no pudo disfrutar de esas bonanzas; al contrario, la Universidad Primada estuvo a punto de cerrar sus puertas a causa de la negativa de parte del gobierno balaguerista de proporcionarle los recursos económicos que demandaba su desempeño.
Con el retorcido argumento de que para mejorar la formación de los dominicanos había que comenzar por fortalecer la educación básica, los organismos de financiamiento y de cooperación internacional que operaban aquí se dieron por financiar programas de capacitación y formación de maestros que laboraban en escuelas primarias; por construir aulas para esos fines; y por realizar campañas de alfabetización de adultos de muy cuestionados resultados.
No sólo la universidad estatal resultó perjudicada por todos esos desafueros, también las escuelas secundarias y los institutos politécnicos medios; estos últimos, por falta de recursos para operar como tales, degeneraron en escuelas de oficios a la usanza de principios del pasado siglo 20.
Todos esos males tuvieron lugar en momentos en que el país disfrutaba de bonanzas económicas; en momentos en que los precios de los principales productos de exportación de la República Dominicana, café, cacao, azúcar, oro, y ferro níquel, aumentaban de precio en los mercados internacionales.
Fue a finales de los años 80, cuando un grupo de educadores, de empresarios, de dirigentes sindicales y de líderes comunitarios nos decidimos a unir nuestros esfuerzos para enfrentar la crisis que afectaba a la educación dominicana.
Después de meses de liberaciones, logramos adoptar un decálogo, una especie de consenso entre nosotros, en torno a lo que debía hacerse para superar la crisis que afectaba el sistema dominicano de instrucción pública. Acordamos que era impostergable: eliminar el analfabetismo entre los dominicanos adultos de edades comprendidas entre los 15 y 30 años; establecer el carácter de obligatoriedad para los niveles de enseñanza inicial y básica; universalizar la educación básica; ampliar y mejorar la educación media; reorganizar la educación superior; elevar la formación profesional de los maestros que laboraban tanto en las escuelas públicas como en los colegios privados; elevar el gasto público en educación; y poner en vigencia una nueva ley de educación.
Paralelamente al desarrollo de nuestras actividades, la agrupación Acción para la Educación Básica, mejor conocida por las siglas EDUCA, consolidaba una serie de iniciativas dirigidas al fortalecimiento de la educación básica.
Las autoridades y los técnicos de la Secretaría de Educación y los dirigentes de la Asociación Dominicana de Profesores se sumaron al esfuerzo que hacíamos en pos del mejoramiento de los servicios de educación. También lo hicieron las universidades, y los grupos empresariales, sindicales y comunitarios. Ese movimiento cívico generó el Plan Decenal de Educación 1993 2003, el que, a pesar de sus fallas, constituyó el esfuerzo más serio por mejorar la educación dominicana y del que se contabilizaron los mejores resultados.
Por efectos del Plan Decenal los organismos de financiamientos y de ayuda internacional retomaron los proyectos de mejoramiento de los liceos y de los institutos politécnicos; aumentó el gasto público en educación; se promulgó una nueva Ley de Educación y se crearon nuevas secretarías de Estado: La secretaría de Estado de Cultura y la secretaría de Estado de Educación Superior, Ciencia y Tecnología.
Por efecto de la puesta en práctica del Plan Decenal, la Secretaría de Estado de Educación es hoy una de las dependencias estatales de mayores recursos tecnológicos.
Pero, después de haberse logrado todo esto, debido a las fallas, a las incompetencias, y a los malos usos, de parte de los responsables del gobierno pasado, y a los errores que hoy se cometen y se puedan seguir cometiendo, corremos el riesgo de volver atrás.
Sería el acabóse sí no innovamos; si aceptamos sin ánimo crítico todas las recomendaciones y sugerencias de los especialistas internacionales; y si simplemente nos contentamos con querer hacer aquí lo que se hace, o lo que se dice que se hace, en otros países.
La Universidad Autónoma de Santo Domingo disponía de un centro de investigación de la realidad dominicana. Por falta unas veces de visión y otras de recursos, dicho centro desapareció. Las autoridades de la UASD deben de refundarlo.
No disponemos de estadísticas confiables acerca de los indicadores de la economía y la educación superior; de gastos de educación por habitante; de eficiencia de la mano de obra calificada y del grado de saturación de la misma; y, lo que es peor, aquí nada se sabe de optimización de las proporciones internas existentes entre la preparación de mano de obra calificada y los indicadores del desarrollo de nuestra educación superior.
Precisamos hoy, mucho más que ayer, de un conocimiento acabado de nuestra realidad social y económica. Debemos de disponer de un levantamiento exacto de nuestros recursos naturales a modo de explotarlos y conservarlos mejor.
La Universidad Autónoma de Santo Domingo, con más de 175 mil estudiantes, es una de las más pobladas de la América española; a pesar de ello, la proporción de los dominicanos de edades comprendidas en los 18 y 30 años que cursa estudios superiores es de alrededor de 10%, muy inferior a la media de Latinoamericana.
Paradójicamente, en las últimas décadas, aquí se ha registrado un enorme crecimiento de la demanda de educación superior.
Una consecuencia del aumento de la población de estudiantes universitarios es la preocupación de algunas de nuestras instituciones y de personalidades independientes por resolver los problemas derivados del elevado número de estudiantes tales como las precariedades del personal docente y administrativo y las cuestiones de infraestructura.
El empresariado dominicano exige conocimientos, les pide a sus empleados competencias y actitudes que en muchas ocasiones, debemos de admitirlo, no coinciden con las que deberían desprenderse de la posesión de un título universitario.
Nuestra universidad parece que ha perdido parte de sus energías empleadas en luchar por conseguir una identidad institucional.
La simple posesión de un título universitario ya no es un pasaporte seguro al mundo del trabajo. Y muchos de los titulados universitarios que han conseguido empleos en sectores de servicios tales como el turismo y las comunicaciones manifiestan que para progresar en su ejercicio profesional no precisan de los conocimientos correspondientes a sus estudios universitarios.
No es que estemos en pañales en materia de educación superior; es que todavía nos falta mucho camino por recorrer.