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Querámoslo o no, dentro del nuevo orden mundial transcurre un proceso de globalización que abarca la producción, la comercialización y las finanzas. Dicho sumario, favorece a unos países y perjudica a otros. Hay países que obtienen grandes beneficios derivados de la globalización y de la firma de tratados de libre comercio; contrario a otros que resultan perjudicados con ésas y otras acciones. ¿Hacia dónde debemos encaminar nuestros esfuerzos para hacer que la República Dominicana figure entre el grupo de países beneficiados por la ocurrencia de esos hechos? En el terreno político, fortaleciendo la democracia y desarrollando nuestras instituciones; y, en lo económico, tratando de evitar que el país continúe desempeñando el rol de proveedor de materia prima barata y de adquisidor de productos industrializados caros; también, dejando de competir en los mercados internacionales ofertando mano de obra de baja calificación en vez de hacerlo con fuerza de trabajo calificada. Sabemos que, frente a la realidad de la existencia de grandes países industrializados poseedores de la tecnología y del cuasi dominio de los mercados, lo que proponemos luce muy difícil de lograr; pero, vale la pena intentarlo.
Para que la República Dominicana resulte más beneficiada con la firma del Tratado de Libre Comercio que hace algunos años suscribió con los Estados Unidos y con las naciones centroamericanas, debemos de procurar que de nuestras universidades, institutos politécnicos, y escuelas de formación técnica profesional egresen los recursos humanos calificados que requiere el mercado local y que demanda la competencia internacional; también, que de sus aulas surjan estudiosos de las letras y de las artes, y políticos innovadores que estimulen los cambios como manera de contribuir al establecimiento de un orden social más justo y solidario. Nada de ello será posible de lograr sin un sistema de instrucción pública que les ofrezca a todos los dominicanos (plural genérico) las oportunidades de recibir una educación pertinente y de calidad.
A finales de la década de los años 90 del pasado siglo 20, nos encontrábamos con que la instrucción pública de este país confrontaba grandes calamidades, y que sus índices de calidad revelaban un gran desastre: baja tasa de cobertura acompañada de una alta tasa de deserción; bajo porcentaje de estudiantes promovidos, y sobrecogedores índices de sobre edad. Miles de niños en edad escolar permanecían fuera de las aulas por falta de cupo o por los problemas económicos que los afectaban tanto a ellos como a sus padres y tutores. En los lugares más apartados de la geografía nacional, los padres de familias habían ido perdiendo la costumbre de enviar sus hijos a la escuela. La educación inicial era un producto que resultaba demasiado caro. La cubertura en ese nivel apenas cubría un 20% de la demanda potencial. Lo mismo sucedía en el nivel medio. Los liceos secundarios y los institutos politécnicos eran fenómenos típicamente urbanos. Y qué decir de la educación superior: apenas un 12% de los jóvenes de edades comprendidas entre los 18 y 30 años cursaba estudios superiores. Más de un 30% de los dominicanos mayores de 30 años no sabía ni leer ni escribir. La escolaridad promedio de la República Dominicana no sobrepasaba cuatro cursos de la educación básica.
Un gobernante de esa época, refiriéndose al tema del financiamiento de la educación pública, en un discurso que pronunció ante miles de sus seguidores días antes de ser juramentado como Presidente Constitucional de la República, preguntaba: ¿Saben ustedes cuánto está invirtiendo el gobierno en educación? Apenas 2.5% del PBI, es decir menos de la mitad del promedio de lo invertido en educación por los gobiernos de los países del área. Pero, el hombre de Estado al cual nos estamos refiriendo sin mencionar su nombre, una vez instalado en el poder, no cumplió con su promesa de arreglarlo todo. Por años, el Sistema Dominicano de Instrucción Pública continuó siendo el peor financiado de la América Española.