La elección de Donald Trump va más allá de la victoria de un candidato; es la expresión de un descontento latente que desafía normas y valores tradicionales. En la era de la posverdad, donde la información se manipula para ajustar la realidad a creencias emocionales, el fenómeno Trump simboliza un rechazo visceral hacia las instituciones y el consenso social. Este «otro yo» colectivo se desborda en un grito de rebelión que se resiste a la moderación y abraza la desinformación como arma de poder.
Para los seguidores de Trump, él no representa una plataforma política tradicional; es un estandarte de dominación, una figura masculina que valida la agresividad y la posesión. Según un artículo de Cristina Fallarás, publicado tras el triunfo de Donald Trump en las recientes elecciones presidenciales de los Estados Unidos, estos votantes lo apoyan no por sus políticas, sino por la autoridad patriarcal que encarna, una que rechaza cualquier amenaza percibida al poder masculino. Así, Trump se convierte en el símbolo de un movimiento que desprecia la corrección política y cualquier normativa de inclusión, fortaleciendo una identidad de género agresiva que rechaza los avances de la igualdad.
Un aspecto que resulta especialmente desconcertante es la aparente devoción cristiana que muchos seguidores le atribuyen a Trump. Aunque sus acciones y retórica difícilmente reflejan los valores cristianos de compasión, humildad y justicia, Trump ha logrado construir la imagen de un defensor de la «fe» y los «valores tradicionales». Sin embargo, esta imagen responde más a una estrategia de manipulación que a una verdadera convicción religiosa. En lugar de representar los principios del cristianismo, Trump utiliza el símbolo de la fe para consolidar un poder que se alimenta del miedo y la rabia, y no de la reconciliación o el amor al prójimo.
La paradoja de esta «fe» reside en que, bajo el manto de la religiosidad, se legitima un discurso de exclusión y violencia simbólica hacia quienes se perciben como diferentes. En esta narrativa, el cristianismo no es una fuerza de unión o paz, sino una herramienta que refuerza las divisiones. Este uso del cristianismo como justificación para una política de dominación y superioridad es una de las mayores falacias de su discurso, distorsionando una fe que, en esencia, debería promover la igualdad y el respeto mutuo.
La retórica de Trump se fundamenta en la posverdad: una construcción de realidad donde el insulto sustituye a la argumentación y los hechos se distorsionan o descartan si no refuerzan la narrativa deseada. Este enfoque atrae a quienes ven en la diversidad una amenaza a su identidad y perciben el multiculturalismo como una imposición. En este contexto, los opositores de Trump no son rivales con ideas distintas; son enemigos de un estilo de vida que, para ellos, se encuentra bajo ataque. Así, se profundiza una división que pone en peligro el tejido social y abona el terreno para el miedo y la rabia.
En lugar de dividir por clase o generación, Trump redefine los conflictos en términos de género. La “nueva lucha de géneros” se convierte en una línea de batalla, con seguidores que abrazan su postura antifeminista como un rechazo al progreso en derechos de las mujeres. Esta postura no es únicamente política, sino que responde a una nostalgia por tiempos en los que los roles de género no se cuestionaban. La victoria de Trump representa, para muchos, una reafirmación de ese orden, un intento de restaurar un mundo en el que el poder y la autoridad masculina no se ven desafiados.
Trump no solo representa una ideología; encarna una ira colectiva y una resistencia a los límites impuestos por la democracia. Su discurso une a sus seguidores en un “nosotros” que desprecia las normas democráticas y los derechos civiles. Esta colectividad misógina y supremacista convierte la política en una expresión de poder crudo, ignorando el respeto y el debate. La democracia, con sus principios de inclusión y respeto mutuo, queda relegada a una herramienta del pasado, mientras la cultura de la posverdad y la polarización ocupa su lugar en el imaginario colectivo.
La elección de Trump representa un cambio cultural que desafía la verdad y la ética. La rabia y el resentimiento se consolidan como motores de un discurso que valida el rechazo a los hechos y refuerza los instintos más básicos de sus seguidores. Su triunfo nos advierte sobre el ascenso de una política que glorifica la visceralidad sobre la razón. En última instancia, esta «hermandad de la rabia» se convierte en una fuerza que impulsa la decadencia de la verdad, reemplazándola con narrativas convenientes y desinformación.
Esta nueva victoria de Trump y el auge de la posverdad exigen una respuesta contundente. Es momento de movilizarnos, no solo votando, sino promoviendo la educación, la empatía y el diálogo. Debemos fortalecer una democracia que permita la pluralidad sin odio ni exclusión, enfrentando la desinformación con responsabilidad. La historia demuestra que la sociedad puede superar la oscuridad cuando se une. Tenemos aun la oportunidad de construir un futuro que respete la dignidad y valore las diferencias, la consigna es resistir con inteligencia y valor, mientras reafirmamos nuestro compromiso con una sociedad más justa y humana.